Club de lectura 2024

Escritoras que escriben en español

Dirigido a estudiantes de español como lengua extranjera (nivel B2, C1 y C2)

Día de la reunión: último domingo de cada mes, a las 10:00 (hora de la Ciudad de México)

*Este programa del Club de lectura 2024 puede tener modificaciones. 

Club de lectura en español Book Club in Spanish Club de lecture en espagnol

Este 2024, leeremos escritoras que escriben en español, sin importar su nacionalidad. Como saben, este club de lectura tiene como objetivo conocer la literatura hecha en español. Pero, además, también buscamos comprender la cultura hispanófona a través de textos escritos en español como lengua original. 

Esta vez tocan las escritoras que tanto tiempo lectores y lectoras han dejado de lado. Por eso, durante todo este 2024, vamos a leer escritoras hispanófonas, reivindicándolas como se lo merecen. 

El club de lectura funciona así

  1. Dejamos el texto aquí. 
  2. Lo leemos 
  3. Nos reunimos y comentamos, destacando los temas principales o lo nos llamó la atención. 
  4. Hacemos una conclusión de la importancia de la escritora y su obra.
  5. Nos vamos felices por haber leído y disfrutado de la gran literatura.  

Reglamento del club de lectura:

  • Todas las participaciones en el club de lectura son aceptadas, siempre y cuando, no sean: racistas, xenofóbicas, homofóbicas, clasistas, transfóbicas, sexistas, machistas, en fin, cualquier comentario que violente a las personas. 
  • Para formar parte del club, no hay que ser especialista en literatura. Sólo hablar español y tener ganas de compartir lo que leemos. 
  • No hay problema con la puntualidad: cualquier participante puede entrar a la sala virtual el día de la reunión en el momento que pueda o quiera.
  • Todas las personas que quieran participar de las sesiones del club de lectura deben y registrarse previamente. No puede compartirse el enlace de la sala sin el consentimiento de la coordinación del club. 
  • No es necesario asistir a todas las sesiones. Quienquiera puede unirse las veces que sea. 
  • El club de lectura es una actividad totalmente gratuita para estudiantes de español como lengua extranjera, sean o no parte de la escuela La vida en español

Sesión 1

Título del cuento: «La quemazón» 

Autora: Adela Fernández (Ciudad de México 1942-2013)

Día de encuentro: 28 de enero

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México)

Un poco de su biografía: bit.ly/3tBBPjt 

Adela Fernández La quemazón club de lectura en español

La quemazón

Cuando entré a avisarle a mi padre que lo buscaban, estaba ahí, junto al fuego, masticando brasas y cantando para agradecer a los dioses los dones poseídos. Interrumpí su canto para decirle que urgentemente necesitaban de su ayuda. Un niño de Chenalhó venía a buscarlo porque su hermano, el más pequeño, estaba enfermo. Tras besar la tierra, que es la manera en que se saluda a un brujo cuando uno va pedirle que intervenga en una curación, le contó que al principio creyeron que el niño se había enfermado por los pecados de su madre. Pero ella, para aliviarlo, ya había comido su propio excremento como se debe hacer en estos casos y aun así el mal no se alejaba. Entonces fue cuando pensaron que no se trataba de los pecados (que recaen en los niños inocentes para ser purgados por medio de las enfermedades, el dolor o incluso la muerte) sino que tal vez un Ti’bal le había devorado el alma.

Los que tienen el alma fría nada pueden hacer para defenderse de los aires nefastos que vomita la boca del infierno; ni de los Ti’bales, espíritus que se alimentan del alma dejando a la gente muerta a medias.

Mi padre tiene el alma cálida, protegida por el Señor Sol. Con el fuego que lleva dentro tiene la fuerza suficiente para hacer el bien o el mal. Cuando la mujer de su hermano se metió con otro hombre, mi padre la desnudó y le echó su vaho por todo el cuerpo. Con sólo hacer eso ella ardió y ahora anda toda chamuscada. También lo he visto recobrar las almas. Se pone una máscara con la que invoca al aire, reza la misma palabra con insistencia hasta que se escucha un zumbido. Entonces atrapa en el aire el alma que anda en el aire. El alma es una serpiente tan delgada como un hilo, y cuando mi padre la devuelve al cuerpo del desposeído ésta le entra por la boca con la rapidez del aire.

Se puso su máscara y rezó con insistencia, pero esta vez el aire no trajo nada. Por eso decidió ir a ver al enfermo y partimos a Chenalhó.

Caminamos todo el día y sólo nos detuvimos a beber en el ocaso, cuando el sol se convierte en águila que cae a las entrañas de la tierra. A esta hora, mi padre siempre tiene convulsiones y emite sonidos de águila. Una vez que se calma, come tierra y reza.

Era ya de noche cuando estábamos próximos a llegar al pueblo. Había algo inquietante en el aire y se escuchaba a lo lejos un bullicio como de fiesta o de riña. De entre los árboles salió mucha gente con palos y piedras que gritaban “muerte al brujo”. A sus gritos, vinieron otros con antorchas. El niño que fingió necesitar ayuda y nos hizo venir hasta Chenalhó, se fue corriendo. Me sorprendió que mi padre, que todo lo adivina, no hubiera advertido el engaño.

Los de Chenalhó, motivados por el cura, con astucias hicieron venir a los brujos de la región para darles muerte. Nos apedrearon y a empujones nos llevaron al pueblo.

El aire traía muchos gritos de otras partes, y en distintos sitios, por entre los árboles, se veía correr la lumbre de las antorchas de aquellos que perseguían a mansalva a los brujos que trataban de escapar. En el centro de la plaza había una hoguera. Vi que entre muchos hombres iban arrastrando a uno al que querían arrojar al fuego, pero el brujo se convirtió en serpiente, se escurrió entre los cuerpos y se metió en un hoyo. Otro hombre, al que también jaloneaban con el mismo propósito, se convirtió en venado y tras patear a algunos salió corriendo. Fue flechado por un joven y entonces se convirtió en águila; desde el cielo se sacudió la flecha, que cayó sobre el joven causándole la muerte.

Cuando vi todo esto ya no me importó ver cómo arrastraban a mi padre. A mí me soltaron cuando dijo que yo era de alma fría y a él lo llevaron hasta la hoguera. Con la cara arrastrándose en el suelo me gritaba que fuera a casa, pero yo estaba sin poder moverme, esperando su transformación. Él se quedó hombre todo el tiempo y vi cómo lo echaron al fuego. Su cuerpo se retorció y se volvió cenizas.

Comprendí que mi padre no tenía los poderes suficientes para transformarse como los otros brujos, y lloré su muerte y más aún lloré su debilidad. Me quedé ahí en el pueblo viendo la quemazón. Pocos fueron los brujos que llegaron a quemar, y por cierto fueron los más ancianos, porque los otros se transformaron en animales y lograron huir.

De regreso a casa, durante la larga caminata, no pude quitarme de la mente la figura de mi padre retorciéndose en el fuego. Caminé con asco por aquel olor a hombres quemados, que tanto me penetró; caminé con tristeza y desilusión.

A llegar a la casa mi padre estaba ahí; sentado junto al fuego, masticando brasas y cantando.

 

Sesión 2

Título del cuento: «Te lo cuento otra vez»

Autora: Denise Phé-Funchal (Guatemala, 1977)

Día de encuentro: 25 de febrero

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México)

Sobre la autora: https://bit.ly/3uu7ZxJ 

Denise Phé-Funchal te lo cuento otra vez Guatemala escritora guatemalteca

Te lo cuento otra vez

Vuelvo a decirte, amor, que el hermanito tenía razón. La virgencita me echaría la mano si le pedía con fervor. Ves, lo linda que está la casa, las flores anaranjadas que hacen que hasta te veás guapo cuando me acompañás en la mesa y me mirás con tus grandes ojos abiertos. Ahora te confieso, mi gordito, que el hermanito quería darme un amuleto, un amarradito con un poco de tu pelo que encontré en un peine, pero le dije que no, que habíamos probado ya con lociones, con la cruz hecha de la suela de tus zapatos, con botellas de ron añejo con tu nombre y tu foto en pedacitos encerradas en pilares de construcciones y en jardines. El hermanito dijo que levantara este altar para la virgen, que lo llenara de las flores anaranjadas y que le depositara unos mil y pico, que atrás de las flores pusiera una botella con mi pis y que ahí echara la última foto que tenía de vos hecha pedacitos. Levanté el altar pero no pude hacer pis. Llegaste y fue lo de siempre. Gritos de alcohol, tu puño, mi cabeza contra la pared, vos encima, adentro y tu puño contra mi cara y yo pidiéndole a la virgen que todo terminara y luego vos y tu hambre, tus ganas de huevitos fritos y mis ojos hinchados. Te quedaste dormido. Yo en la cocina. Yo poniendo el sartén sobre la hornilla, echando el aceite. Yo partiendo los huevos. Yo buscando una espátula, yo que abro una gaveta. El hacha para carne.

Una, dos, tres. Tus ojos abiertos. No pudiste, siquiera, gritar. Volví a la cocina, encendí la hornilla, comí. Dormí en el sillón hasta que tocaron a la puerta. Abrí la ventanita. Alguien me dio un papel, dijo que ahí mandaba el hermanito las instrucciones. Esa tarde le deposité.

Aproveché el viaje al banco para comprar un frasco de vidrio grande, con tapadera de metal y una piedra de afilar. Desde esa tarde, los perros del barrio siempre me saludan y me mueven la cola. No pude soportar sus caritas tristes de cuando te acabaste. Les sigo dando de comer. Seguí las instrucciones y ahí estás. Aunque cada vez más el líquido se nubla, sé que estás ahí con tus ojitos abiertos y sé que no podrás volver a tocarme. A veces la policía viene y pregunta por vos. Y yo vuelvo a abrir la puerta con cara de esperanza y pregunto si te han encontrado y lloro mientras aseguro que espero que vuelvas pronto y les muestro el altar para que la virgen te traiga de vuelta a mí. No saben que vos te escondés adentro de la imagen, que a veces incluso parece como si te movieras dentro del frasco, como si tus párpados se cerraran y quisieras gritar. Los policías me ven con ojos de misericordia y me dicen que disculpe, que cada vez que tu madre aparece por la comisaría gritando como loca con tu padre atrás intentando calmarla, al director le da pena y les pide volver, interrogarme mientras afuera, dentro de la patrulla, tu madre llora y tu padre la abraza. Lloro y digo que entiendo el dolor de mis suegros y aseguro que rezaré por ellos. Los policías se disculpan, se inclinan ante la virgen antes de marcharse. Es mi historia favorita. Al rato te la cuento otra vez, amor, quizá finalmente gritas.

Sesión 3

Título del cuento: «Pequeña»

Autora: María del Carmen Pérez Cuadra (Nicaragua, 1971)

Día de encuentro:  28 de abril

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México)

Sobre la autora: 

María del Carmen Pérez Cuadra escritora Nicaragua club de lectura 2024 español como lengua extranjera

Lloró mucho el día que la maldición se cumplió –justo para su cumpleaños número 15– y en lugar del cuerpo libre y bárbaro de Venus de Willendorf, con el que había vivido toda su vida, recibió un cuerpo enjuto con un estómago reducido, un par de senos inflados cual toronjas sobrenaturales encajadas en el escuálido esqueleto de delgados y acalambrados músculos de la espalda. Dolía el trapecio, el esplenio y sobre todo los esternocleidomastoideos. Empezaba a sollozar el dorsal ancho de tanta penuria. Sin embargo, todas las infantas de su reino celebraban ese día tan importante con máscaras de colágeno puro, sesiones de depilación de cuerpo completo y sus primeros zapatos de acero inoxidable que corregían con gracia sus anchos pies indígenas para transmutarlos en piececitos apenas útiles. Mientras durara el proceso, ella debía pasar horas y horas haciendo gimnasia y aunque quisiera no podía comer ni pájaros vivos, ni cangrejos recién capturados en el borde de la playa porque desde ese momento su alimento primordial sería un complejo de pastillas para adelgazar. Pero lo peor de toda esa transformación fue el achicamiento progresivo de su cerebro que perdía la capacidad de ver más allá de sus narices. De modo que allá atrás, en un punto ciego detrás de sus ojos iban desapareciendo: las montañas, las nubes, los árboles, el aire. El trajín de 16 horas diarias, con el cuello torcido hacia abajo pendiente de una diminuta pantalla luminosa la esperaba para el resto de su vida adulta. Mientras ella pasaba por su proceso hacia la madurez, una de sus compañeras leía con indignación una revista National Geographic donde se hablaba de una tribu bárbara que en su rito de iniciación a la vida adulta obligaba a sus integrantes, de 16 años, a clavarse agujas hechas con huesos de pescado en los pezones. Eso significaba que ya podían cazar e ir a la guerra. En ese instante la pequeña Bruta vio su diminuto vestido rosado y empezó a llorar un dolor descomunal que no había conocido antes.

Sesión 4

Título del cuento: «Antierótica X»

Autora: Laura Fuentes Belgrave (Costa Rica, 1978)

Día de encuentro:  26 de mayo

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México) 

Sobre la autora: https://www.teseopress.com/metamorfosisdeleros/chapter/antierotica-xxi-laura-fuentes-costa-rica-o-la/ 
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Antierótica X

Ella viene y se desenjaula. Toca a cada una como si fuera suyo el clítoris que gozoso se alza. Su lengua rodea todos los labios con un cerco de húmedos cristales que se deshacen sobre la lumbre. Introduce sus diminutos dientes hasta el último orificio que encuentra. Intuye el diálogo de sus dedos como si fuera una arpista retardando el compás preciso del estruendo. Sube sobre tu cuerpo, la veo venir anguila, nube cargada de lluvia para tu boca ácida, limonero en flor. Te abrís de par en par como esas gimnastas que veíamos en la tele cuando no teníamos cable, y nos tragábamos las olimpiadas. Ahora le aplicás una llave y tus piernas se tensan como si pretendieras devorarla. Ella lo presiente y se escabulle hacia otras piernas, que ya se abren para recibirla entre ríos blanquecinos, que me recuerdan el color de las casas en mi pueblo, chupadas por una lengua de tierra hacia adentro de la costa. Unos pezones erectos me miran con asombro. No pasan desapercibidos, ella se dirige hacia otro cuerpo que acaricia con esa cosquilla peluda, que produce escalofríos de placer en la columna. Enciendo un cigarrillo. Ella levanta la cabeza. Detesta el humo, pero no puedo evitarlo, la escena me complace y me siento sobre uno de mis dedos, que se hunde lentamente. No logro reprimir un pequeño desahogo, que brota de mis labios casi llamándola. Pero ella está muy ocupada haciendo vibrar un cuerpo en convulsiones rítmicas, cuyo pentagrama repiten vos y la otra, comiéndose los pétalos de esa raíz dilatada en aguas claras. Apago el cigarrillo y la espero. Un grito estentóreo es la señal ansiada para su venida. Las columnas del templo están dispuestas. Se acerca dando saltitos hasta mi vientre, puede oler el perfume vaginal que ya exhalo.

Introduce su cabeza entre mis piernas, sólo puedo ver su larga y peluda cola moviéndose frenéticamente, porque ella también está encantada.

Sesión 5

Título del cuento: «El Museo de los Esfuerzos Inútiles» (1983)

Autora: Cristina Peri Rossi (Uruguay, 1941)

Día de encuentro:  25 de agosto

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México) 

Sobre la obra de la autora: https://obrasdecristinaperirossi.blogspot.com/ 

Cristina Peri Rossi y gato El Museo de los Esfuerzos Inútiles 1983 Club de lectura

El Museo de los Esfuerzos Inútiles

Todas las tardes voy al Museo de los Esfuerzos Inútiles. Pido el catálogo y me siento frente a la gran mesa de madera. Las páginas del libro están un poco borrosas, pero me gusta recorrerlas lentamente, como si pasara las hojas del tiempo. Nunca encuentro a nadie leyendo; será por eso que la empleada me presta tanta atención. Como soy uno de los pocos visitantes, me mima. Seguramente tiene miedo de perder el empleo por falta de público. Antes de entrar miro bien el cartel que cuelga de la puerta de vidrio, escrito con letras de imprenta. Dice: «Horario: Mañanas, de 9 a 14 horas. Tardes, de 17 a 20. Lunes, cerrado». Aunque casi siempre sé qué Esfuerzo Inútil me interesa consultar, igual pido el catálogo para que la muchacha tenga algo que hacer.
—¿Qué año quiere? —me pregunta muy atentamente. —El catálogo de mil novecientos veintidós —le contesto, por ejemplo.
Al rato ella aparece con un grueso libro forrado en piel color morado y lo deposita sobre la mesa, frente a mi silla. Es muy amable, y si le parece que la luz que entra por la ventana es escasa, ella misma enciende la lámpara de bronce con tulipán verde y la acomoda de modo que la claridad se dirija sobre las páginas del libro. A veces, al devolver el catálogo, le hago algún comentario breve. Le digo, por ejemplo:
—El año mil novecientos veintidós fue un año muy intenso. Mucha gente estaba empeñada en esfuerzos inútiles. ¿Cuántos tomos hay?
—Catorce —me contesta ella muy profesionalmente.
Y yo observo alguno de los esfuerzos inútiles de ese año, miro niños que intentan volar, hombres empeñados en hacer riqueza, complicados mecanismos que nunca llegaron a funcionar, y numerosas parejas.
—El año mil novecientos setenta y cinco fue mucho más rico —me dice con un poco de tristeza—. Aún no hemos registrado todos los ingresos.
—Los clasificadores tendrán mucho trabajo —reflexiono en voz alta.
—Oh, sí —responde ella—. Recién están en la letra C y ya hay varios tomos publicados. Sin contar los repetidos.
Es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan, pero en el catálogo no se los incluye: ocuparían mucho espacio. Un hombre intentó volar siete veces, provisto de diferentes aparatos; algunas prostitutas quisieron encontrar otro empleo; una mujer quería pintar un cuadro; alguien procuraba perder el miedo; casi todos intentaban ser inmortales o vivían como si lo fueran.
La empleada asegura que sólo una ínfima parte de los esfuerzos inútiles consigue llegar al museo. En primer lugar, porque la administración pública carece de dinero y prácticamente no se pueden realizar compras, o canjes, ni difundir la obra del museo en el interior y en el exterior; en segundo lugar, porque la exorbitante cantidad de esfuerzos inútiles que se realizan continuamente exigiría que mucha gente trabajara, sin esperar recompensa ni comprensión pública. A veces, desesperando de la ayuda oficial, se ha apelado a la iniciativa privada, pero los resultados han sido escasos y desalentadores. Virginia —así se llama la gentil empleada del museo que suele conversar conmigo— asegura que las fuentes particulares a las cuales se recurrió se mostraron siempre muy exigentes y poco comprensivas, falseando el sentido del museo.
El edificio se levanta en la periferia de la ciudad, en un campo baldío, lleno de gatos y de desperdicios, donde todavía se pueden encontrar, sólo un poco más abajo de la superficie del terreno, balas de cañón de una antigua guerra, pomos de espadas enmohecidos, quijadas de burro carcomidas por el tiempo.
—¿Tiene un cigarrillo? —me pregunta Virginia con un gesto que no puede disimular la ansiedad.
Busco en mis bolsillos. Encuentro una llave vieja, algo mellada; la punta de un destornillador roto, el billete de regreso del autobús, un botón de mi camisa, algunos níqueles y, por fin, dos cigarrillos estrujados. Fuma disimuladamente, escondida entre los gruesos volúmenes de lomos desconchados, el marcador del tiempo que contra la pared siempre indica una hora falsa, generalmente pasada, y las viejas molduras llenas de polvo. Se cree que allí donde ahora se eleva el museo, antes hubo una fortificación, en tiempos de guerra. Se aprovecharon las gruesas piedras de la base, algunas vigas, se apuntalaron las paredes. El museo fue inaugurado en 1946. Se conservan algunas fotografías de la ceremonia, con hombres vestidos de frac y damas con faldas largas, oscuras, adornos de estraza y sombreros con pájaros o flores. A lo lejos se adivina una orquesta que toca temas de salón; los invitados tienen el aire entre solemne y ridículo de cortar un pastel adornado con la cinta oficial.
Olvidé decir que Virginia es ligeramente estrábica. Este pequeño defecto le da a su rostro un toque cómico que disminuye su ingenuidad. Como si la desviación de la mirada fuera un comentario lleno de humor que flota, desprendido del contexto.
Los Esfuerzos Inútiles se agrupan por letras. Cuando las letras se acaban, se agregan números. El cómputo es largo y complicado. Cada uno tiene un casillero, su folio, su descripción. Andando entre ellos con extraordinaria agilidad, Virginia parece una sacerdotisa, la virgen de un culto antiguo y desprendido del tiempo.
Algunos son Esfuerzos Inútiles bellos; otros, sombríos. No siempre nos ponemos de acuerdo acerca de esta clasificación.
Hojeando uno de los volúmenes, encontré a un hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro. Y otro, que puso más de veinte en conquistar a una mujer. Le llevaba flores, plantas, catálogos de mariposas, le ofrecía viajes, compuso poemas, inventó canciones, construyó una casa, perdonó todos sus errores, toleró a sus amantes y luego se suicidó.
—Ha sido una empresa ardua —le digo a Virginia—. Pero, posiblemente, estimulante.
—Es una historia sombría —responde Virginia—. El museo posee una completa descripción de esa mujer. Era una criatura frívola, voluble, inconstante, perezosa y resentida. Su comprensión dejaba mucho que desear y además era egoísta.
Hay hombres que han hecho largos viajes persiguiendo lugares que no existían, recuerdos irrecuperables, mujeres que habían muerto y amigos desaparecidos. Hay niños que emprendieron tareas imposibles, pero llenas de fervor. Como aquellos que cavaban un pozo que era continuamente cubierto por el agua.
En el museo está prohibido fumar y también cantar. Esta última prohibición parece afectar a Virginia tanto como la primera.
—Me gustaría entonar una cancioncilla de vez en cuando —confiesa, nostálgica.
Gente cuyo esfuerzo inútil consistió en intentar reconstruir su árbol genealógico, escarbar la mina en busca de oro, escribir un libro. Otros tuvieron la esperanza de ganar la lotería.
—Prefiero a los viajeros —me dice Virginia.
Hay secciones enteras del museo dedicadas a esos viajes. En las páginas de los libros los reconstruimos. Al cabo de un tiempo de vagar por diferentes mares, atravesar bosques umbríos, conocer ciudades y mercados, cruzar puentes, dormir en los trenes o en los bancos del andén, olvidan cuál era el sentido del viaje y, sin embargo, continúan viajando. Desaparecen un día sin dejar huella ni memoria, perdidos en una inundación, atrapados en un subterráneo o dormidos para siempre en un portal. Nadie los reclama.
Antes, me cuenta Virginia, existían algunos investigadores privados; aficionados que suministraban materiales al museo. Incluso puedo recordar un período en que estuvo de moda coleccionar Esfuerzos Inútiles, como la filatelia o los formicantes.
—Creo que la abundancia de piezas hizo fracasar la afición —declara Virginia—. Sólo resulta estimulante buscar lo que escasea, encontrar lo raro.
Entonces llegaban al museo de lugares distintos, pedían información, se interesaban por algún caso, salían con folletos y regresaban cargados de historias, que reproducían en los impresos, adjuntando las fotografías correspondientes. Esfuerzos Inútiles que llevaban al museo, como mariposas, o insectos extraños. La historia de aquel hombre, por ejemplo, que estuvo cinco años empeñado en evitar una guerra, hasta que la primera bala de un mortero lo descabezó. O Lewis Carroll, que se pasó la vida huyendo de las corrientes de aire y murió de un resfriado, una vez que olvidó la gabardina.
No sé si he dicho que Virginia es ligeramente estrábica. A menudo me entretengo persiguiendo la dirección de esa mirada que no sé adónde va. Cuando la veo atravesar el salón, cargada de folios, de volúmenes, toda clase de documentos, no puedo menos que levantarme de mi asiento e ir a ayudarla.
A veces, en medio de la tarea, ella se queja un poco.
—Estoy cansada de ir y venir —dice—. Nunca acabaremos de clasificarlos a todos. Y los periódicos también. Están llenos de Esfuerzos Inútiles.
Como la historia de aquel boxeador que cinco veces intentó recuperar el título, hasta que lo descalificaron por un mal golpe en el ojo. Seguramente ahora vagabundea de café en café, en algún barrio sórdido, recordando la edad en que veía bien y sus puños eran mortíferos. O la historia de la trapecista con vértigo, que no podía mirar hacia abajo. O la del enano que quería crecer y viajaba por todas partes buscando un médico que lo curara.
Cuando se cansa de trasladar volúmenes se sienta sobre una pila de diarios viejos, llenos de polvo, fuma un cigarrillo —con disimulo, pues está prohibido hacerlo— y reflexiona en voz alta.
—Sería necesario tomar otro empleado —dice con resignación.
O:
—No sé cuándo me pagarán el sueldo de este mes.
La he invitado a caminar por la ciudad, a tomar un café o ir al cine. Pero no ha querido. Sólo consiente en conversar conmigo entre las paredes grises y polvorientas del museo.
Si el tiempo pasa, yo no lo siento, entretenido como estoy todas las tardes. Pero los lunes son días de pena y de abstinencia, en los que no sé qué hacer, cómo vivir.
El museo cierra a las ocho de la noche. La propia Virginia coloca la simple llave de metal en la cerradura, sin más precauciones, ya que nadie intentaría asaltar el museo. Sólo una vez un hombre lo hizo, me cuenta Virginia, con el propósito de borrar su nombre del catálogo. En la adolescencia había realizado un esfuerzo inútil y ahora se avergonzaba de él, no quería que quedaran huellas.
—Lo descubrimos a tiempo —relata Virginia—. Fue muy difícil disuadirlo. Insistía en el carácter privado de su esfuerzo, deseaba que se lo devolviéramos. En esa ocasión me mostré muy firme y decidida. Era una pieza rara, casi de colección, y el museo habría sufrido una grave pérdida si ese hombre hubiera obtenido su propósito.
Cuando el museo cierra abandono el lugar con melancolía. Al principio me parecía intolerable el tiempo que debía transcurrir hasta el otro día. Pero aprendí a esperar. También me he acostumbrado a la presencia de Virginia y, sin ella, la existencia del museo me parecería imposible. Sé que el señor director también lo cree así (ése, el de la fotografía con una banda bicolor en el pecho), ya que ha decidido ascenderla. Como no existe escalafón consagrado por la ley o el uso, ha inventado un nuevo cargo, que en realidad es el mismo, pero ahora tiene otro nombre. La ha nombrado vestal del templo, no sin recordarle el carácter sagrado de su misión, cuidando, a la entrada del museo, la fugaz memoria de los vivos.

                                                                     De: «El Museo de los Esfuerzos Inútiles» (1983). Descarga el libro completo aquí

Título del cuento: «Otro» (2004)

Autora: Luisa Valenzuela (Argentina, 1938)

Día de encuentro:  29 de septiembre

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México) 

Sobre la obra de la autora: https://shre.ink/gwBD 

Otro

Ella va caminando por el parque, su pelo al viento, cuando aparece el otro surgido de la nada. Un muchachito con idénticos pantalones negros y la cara totalmente pintada de blanco, una máscara sobre la cual de manera inexplicable se sobreimprime la máscara de ella: sus mismas cejas elevadas, sus ojos azorados. Ella sonríe con timidez y él le devuelve exactamente la misma sonrisa en un juego de espejos. Ella mueve la mano derecha y él mueve la izquierda, ella da un paso amplio y él da el mismo paso, el mismo modo de andar, los idénticos gestos, las cadencias.

Empieza el juego de proyectos, proyecciones. Fantasías como la de lavarle la cara al otro y encontrar tras la pintura blanca la propia cara. O acoplarse  con él como una forma un poco torpe de completarse a sí misma. O dejarlo partir y quedarse sin sombra.

Vanos proyectos mientras el otro la va siguiendo por el parque, reflejando cada uno de sus gestos. Adentrándose cada vez más en la espesura  a dos pasos de distancia. Las mismas expresiones. Hasta que él cruza, sin avisar, sin proponérselo, el abismo separador de los dos pasos y ocupa el lugar de ella. Para siempre. 

                                                                  De: BREVS. Microrrelatos completos hasta hoy, Córdoba (Argentina), Alción.