Club de lectura 2025

Nueva narrativa latinoamericana

Dirigido a estudiantes de español como lengua extranjera (a partir del nivel Intermediario)

Día de la reunión: último domingo de cada mes, a las 10:00 (hora de la Ciudad de México)

*Este programa del Club de lectura 2025 puede tener modificaciones. 

Sesión 1: 26 de enero. Autora: Claudia Apablaza (Chile, 1978)

Sesión 2: 23 de febrero. Autor: Diego Zúñiga (Chile, 1987)

Sesión 3: 30 de marzo. Autora: Mariana Enríquez (Argentina, 1973) 

Sesión 4: 27 de abril. Autor: Mauro Libertella (Ciudad de México/ Argentina, 1983)

Sesión 5: 25 de mayo. Autora: Diana Varas (Guayaquil, Ecuador, 1984)

Club de lectura 2025 - Nueva narrativa latinaomericana para estudiantes de español como lengua extranjera - Actividad gratuita en español

Este 2025, leeremos y conoceremos la nueva narrativa latinoamericana, a la cabeza, claro está, de escritores y escritoras que escriben en español en América Latina.

La idea de este Club de lectura, actividad gratuita de nuestra escuela La vida en español es compartir lecturas, mientras aprendemos español y comentamos las circunstancias de la maravillosa lengua que estamos estudiando. 

Nos dedicaremos a este año a la nueva literatura en prosa que se está escribiendo, que, aunque tienen mucho de la tradición literaria aportan al corpus literario escrito en español nuevas voces y colores

¿Cómo funciona el Club de lectura de La vida en español?

El club de lectura funciona así

  1. Dejamos el título y autora o autor del texto aquí. 
  2. Lo leemos aparte
  3. Nos reunimos y comentamos, destacando los temas principales o lo que nos llamó la atención. 
  4. Hacemos una conclusión de la importancia de la escritora y su obra.
  5. Nos vamos felices por haber leído, aprendido y practicado nuestro español, además de haber disfrutado de la gran literatura.  

Reglamento del club de lectura:

  • Todas las participaciones en el club de lectura son aceptadas, siempre y cuando, no sean: racistas, xenofóbicas, homofóbicas, clasistas, transfóbicas, sexistas, machistas, en fin, cualquier comentario que violente a las personas. 
  • Para formar parte del club, no hay que ser especialista en literatura. Sólo hablar español y tener ganas de compartir lo que leemos. 
  • No hay problema con la puntualidad: cualquier participante puede entrar a la sala virtual el día de la reunión en el momento que pueda o quiera.
  • Todas las personas que quieran participar de las sesiones del club de lectura deben y registrarse previamente. No puede compartirse el enlace de la sala sin el consentimiento de la coordinación del club. 
  • No es necesario asistir a todas las sesiones. Quienquiera puede unirse las veces que sea. 
  • El club de lectura es una actividad totalmente gratuita para estudiantes de español como lengua extranjera, sean o no parte de la escuela La vida en español

Sesión 1

Título de los cuentos, todos de Todos piensan que soy un faqir (2013): «Creo que mi padre piensa que soy un faqir» y «Diez formas de terminar con todo esto y ser feliz» 

Autora: Claudia Apablaza (Rancagua, Chile, 1978)

Día de encuentro: 26 de enero

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México)

Sobre la autora: https://shorturl.at/9HIG0

Club de lectura para estudiantes de español como lengua extranjera

Creo que mi padre piensa que soy un faquir

Para Tsonami

   Creo que mi padre piensa que soy un faquir, porque no tengo novio desde hace un año aprox. Digámoslo, los novios siempre me duran poco, unos meses y ya. Los tres últimos me duraron dos meses, tres meses y ocho meses. Después tuve dos amantes: un actor y luego un poeta. Mi padre no conoció a ninguno de ellos, jamás se los mencioné, ya que prefiero no hablarle de mis amores fallidos y mis amiguitos de fin de semana.

     Como no tengo novio, tengo la sospecha de que se pregunta todo el tiempo por qué no tengo novio y, casualidad, ayer me envió un texto escrito por él acerca de los caminos del ser humano, y entre ellos estaban el del yogui y el del faquir, y decía que eran personas solitarias, que se alejaban del mundo y que, por lo general, no tenían pareja. Y bueno, todo lo demás que implica esa disciplina, silencio, reflexión, cantos, mantras, poca comida, ayunos, etc. Pensé que esa carta estaba dirigida a mí. Ya que si bien no estaba dirigida a mí en realidad, era yo la que debía revisarla y subirla a su blog.

     No le hablo a mi padre de todas las cosas que me pasan. Eso lo aprendí en un manual. En realidad no le hablo a nadie de las cosas que me pasan. Eso también lo aprendí en un manual. Decía: “No es bueno que le hables de tus sentimientos a los demás, eso te hace vulnerable; mejor calla y vivirás más tranquila”. Así lo hice y sí, vivo más tranquila desde ese momento.

   Ahora bien, creo que ante esta sospecha de mi padre tengo cuatro opciones a seguir:

   1.       Preguntarle directamente si es que piensa eso

   2.       No preguntarle nada y seguir mi vida tal cual (opción que descarto, ya que esta sospecha me cuesta llevarla, sacarla de mi cabeza)

   3.       Meterme más en la disciplina del faquirismo y convertirme en un faquir

   4.       Buscarme un novio y que mi padre deje de pensar eso

   Verdaderamente no sé qué opción tomar, ya que desde anoche, desde que salí con D a beber una copa a los bares de acá de la Barceloneta, es que no sé qué opción tomar en mi vida. Es doloroso que tu padre piense eso de ti y además no tener novio estable… Entonces no sé qué decidir, ya que creo que he estado equivocada desde hace tantos años. Bueno, sí, ya lo tengo más o menos decidido, una llamada telefónica me hizo ver la por lo tanto, que este dolor y esta confusión me llevaron a darme cuenta anoche, o a creer que me daba cuenta, a la tercera copa de algo. Le dije a D: ¿Sabes?, me acabo de dar cuenta de algo espectacular: estoy enamorada del hombre que dejé hace diez años, de F. ¿Pero cómo?, me dijo. Sí, hombre, estoy enamorada de F, fue mi primera pareja, duramos seis años, fuimos felices, terminamos diez años atrás, pero ¿sabes?, siento que lo amo, siento que estos diez años he estado perdiendo el tiempo con muchos hombres inútiles, inservibles, tontos, estúpidos, asquerosos, y siento que acabo de darme cuenta de ese hecho. Te sonará raro, obvio, pero creo que a mis 33 años solo he amado una vez. Sí, una vez, y fue a F. Qué fuerte, hombre, darme cuenta diez años después. Y bueno… diez años. Y lo veo cada año en Chile, cada vez que visito Chile lo veo por ahí, e incluso me vino a visitar una vez a Barcelona, pero ¿sabes?, siempre tiene novia, siempre, novias de años, de muchos años, novias feas y lindas, de todo tipo, y eso es lo que me jode, que tenga siempre novia aunque sean lindas o feas, entonces he estado muchas veces por decirle algo pero no me atrevo, no me atrevo a decírselo, y una vez incluso vino a Barcelona y se quedó en casa y quería quedarse a vivir acá, vino desde Estados Unidos, venía desde Utah, huyendo de los mormones, me dijo que fue a hacer una residencia de música allá y que estaba lleno de mormones y gente rara, que uno lo amenazó con matarlo, lo llevó a un cerro en la noche, tomaron una hierba extraña y le dijo que lo mataría, creo que se vino corriendo desde allí hasta Barcelona para no morir en manos de un mormón. Esa misma noche tomó el vuelo y aterrizó por estos lados. Debí haberle dicho algo, pero no, la tonta le presentó a una amiga polaca para que se casaran. Fue triste, qué horrible, ¿por qué hice eso? Aunque él me lo pidió, él me dijo que quería conocer a alguien porque venía huyendo de los mormones. Fui tonta pero él me lo pidió, y yo ahora me doy cuenta de que lo amo. Jamás debí haberle presentado una polaca por el solo hecho de que él venía huyendo de los mormones. Soy tonta. Soy tonta. Lo fui.

     ¿Pero qué?, me dijo D. No entiendo nada.

     Sí, mira, te explico. Lo que pasa es que lo amo y recién me di cuenta que jamás valoré al 100 % eso que me estaba pasando. La otra vez que lo vi había muerto la mujer de un amigo. Nos fuimos al sur en autobús. Dieciséis horas en un autobús de Santiago a Valdivia. Fue un viaje muy fuerte, como iniciático. Íbamos a un entierro, el entierro de la mujer de un gran amigo, pero también pensaba en el entierro de algo más. Tal vez debí comprender que con ese entierro también enterrábamos todo el tiempo que no habíamos estado juntos, el tiempo que se nos fue. Jamás lo entendí, debí preguntárselo. Viajamos 16 horas hasta Valdivia, comimos panes y bebidas en el camino. Venían otros amigos en otros buses, entre ellos un amor que tuve, N, el amor con que engañé a F, y en una parada N me dijo que lo fuéramos a hacer al baño del terminal, y le dije que era un idiota, que estaba casado con una brasileña, qué idiota eres, N. ¿Cómo lo vamos a hacer en el baño de un terminal si estás casado con una brasileña?

     Luego N me pidió irnos sentados juntos. Le dije que no, que no, que había ido con F y que me iría con F todo el viaje y siempre. Y así fue, me fui con F, bueno, así estuve dos días con él, acompañamos a mi amigo al entierro de su mujer. Fue horrible, triste. La enterraron en una colina. Se ve que era una mujer hermosa. Tenía 30 años y dejó a un bebé recién nacido. Dicen que era una mujer hermosa.

     Y jamás se lo dije, y debí habérselo dicho. Debí habérselo propuesto. Debí haberle dicho: Cásate conmigo ahora ya: 1, 2, 3 y casarnos.

     Otra vez fui a dar una lectura a Valparaíso. Le pedí quedarme en su casa. Dormimos en la misma cama, fue muy fuerte. Apenas nos rozamos, no nos tocamos ni nada, nuestros cuerpos estaban alineados, uno al lado del otro, parecíamos sardinas en una lata. Despertamos, desayunamos y nos fuimos. Fue triste, almorzamos juntos y me llevó al terminal. Le hice chao desde la ventanilla. Me sentí tonta.

     Nunca se lo dije. Nunca se lo he dicho. Me gustaría llegar a casa ahora y decírselo. Estás loca, me dijo mi amigo. No se lo digas. No seas tonta, es una ilusión. ¿No será que te sientes sola? Bueno, sí, puede ser, en parte, pero además esta soledad me ha llevado a darme cuenta de que es el único hombre al que he amado. Siempre pienso en un email que le podría enviar. Asunto: ¿Te quieres casar conmigo? Y explicarle todo. No sé, jamás le he pedido casamiento a alguien. Podría hacerlo. Hola, F: ¿Te quieres casar conmigo? Si me dice que no, bueno, lo intenté. La última vez que lo llamé para tomar un café me dijo que sí, yo estaba en un hotel en Reñaca con mis padres y podía pasar por Valparaíso a verlo. Al principio me dijo que sí, que podríamos tomar café o cenar juntos, pero luego me dijo que no, que estaba con su pareja y ella me tenía celos. Lo entendí, pero me dio una pena enorme. Se lo dije a mis padres, pero mis padres no me creen mucho, me dicen que soy tan inestable emocionalmente que me paso, que nos les vuelva a contar idioteces. Y además siempre escondes algo, me dijo mi padre, y no sé qué es lo que escondes, seguro es una pendejería. Pero de verdad que me dio una tristeza enorme, porque siempre me he imaginado viviendo con él en una casita, en un cerro, qué sé yo, con él en algún sitio. Él con su música, yo con lo que venga.

     Bueno, pero decía todo esto pensando en el tema de mi padre y el faquirismo. No sé qué hacer para que mi padre no piense que soy un faquir. Creo que ha llegado el momento de demostrarle que no lo soy. A mis 33 años debo demostrarle a mi padre que no soy un faquir. Padre, padre, no soy un faquir, ¿me crees?

     Debo demostrarle que soy una mujer y que puedo tener una pareja, hijos, una casa, plantas. Que no me llevo todo el tiempo en ayunos, reflexiones, estudio y demás. Aunque no sé si lo piensa. ¿Cómo va a pensar eso?, sería raro. Rarísimo. Pero el punto es que estoy realmente confundida, perdida, con eso de mi padre, el faquirismo, F, las latas de sardina en las camas. Y sí, creo que lo piensa. Esas reflexiones que me envía son mensajes indirectos. Mensajes subliminales. Creo que piensa que soy un faquir o un yogui, no sé… Creo que debería demostrárselo para salir de las dudas. Primero llamar a F y decirle la verdad, recuperarlo como novio, como pareja, como amante, hacerlo mi esposo, tener un hijo. Llamar luego a mi padre y decirle: Padre, me voy a casar. Y es que realmente todos los hombres que he tenido hasta ahora no se acercan a F para nada. Son todos unos idiotas.

     Ayer hice una lista de exnovios y les fui enviando un email a cada uno de ellos en estado de desesperación, ya que no sé qué hacer. Y con todos hacía lo mismo, enviarles un pequeño email cariñoso para saber cómo estaban y dejarles ver que quería saber de ellos, así ellos, por lo tanto, se sentirían bien y me responderían con otro email cariñoso, como queriendo retomar y, obvio, todos me iban a decir te extraño, y lo hice, le escribí a unos cinco exnovios, toda cariñosa, y ellos respondieron bien, cariñosos, e incluso todos me dijeron te extraño y seguro todos los emails traían implícito el decirme, acá estoy esperándote, pero luego de que los recibí todos los volví a odiar y a muchos les corté nuevamente la posibilidad y fui pesada, maldita, y les dije no, no te escribo para retomar nada, solo para cerrar algo que nunca cerramos bien, algo que dejamos inconcluso. A otros no les respondí.

     Cada cierto tiempo hago eso. Ese es el miedo que tengo, el miedo de decirle a F algo similar, y cuando vuelva su respuesta cariñosa, cortarlo. Pero no, no creo que suceda. Tal vez debería hacerlo ahora mismo. Es que no sé… Quizás mi padre con ese gesto mío dejará de pensar que soy un faquir, que vivo en esta soledad y austeridad, o quizás no va a dejar de pensar nada, ya que tal vez nunca ha pensado realmente eso.

     Pero dime tú si hacerlo, por favor, querido D, le decía a mi amigo, hostigándolo, seguro. Bueno, puedes hacerlo, vamos, yo te acompaño a tu casa. Levantémonos, paguemos y vamos a tu casa. Marcas el teléfono de F y ya.

     Pagamos, caminamos y llegamos al portal. Busqué las llaves en el bolso. Metí la mano y las encontré a la primera. Subimos las escaleras enormes y entramos. Subimos hasta la terraza del piso, donde tengo el ordenador.

     Llámalo, me dijo mi amigo, marca su número desde el Skype.

     ¿De quién? ¿De mi padre o de F?

     Qué sé yo, decídelo tú. Tienes que aclarar esto.

     Y me quedé pensando a quién llamar, si a mi padre o a F, y de verdad que no lo sé. Ambos estaban tan lejos ahora, a miles de kilómetros de distancia. Y abrí el ordenador, puse mi clave en el Skype. Se abrió. Aparecieron mis contactos. Ambos estaban conectados, en verde, es decir, conectados y accesibles, además de otros amigos y exnovios que no me interesan nada ahora.

     Y mi amigo me dijo dale, llámalo y díselo, yo me escondo, habla tranquila, pero díselo, a eso hemos venido. No sé, no puedo decirlo, y sonó el computador y saltó la luz y era mi padre que me estaba llamando. Y hola, padre, ¿qué tal? Nada, estoy con un amigo. Ah, bueno, te quiero. Después te llamo. Y mamá, ¿está bien? Sí, hija, todo bien. Disfruta, sal a algún lugar, no estés tan encerrada como… Bueno, no sé, hija, no te encierres tanto como… No sé, tienes que salir, hija. No te encierres demasiado, sal a la playa, ve a cenar con tus amigos. Sí, papá, ahora estoy con un amigo y pensábamos salir a tomar algo. Genial, un beso, hija. Un beso, papá. Le corté y de paso marqué el Skype de F, como apurada, para no arrepentirme, y él tardó en contestar, no contestó, seguro estaba ocupado, seguro estaba en otra, y hola, F, ¿cómo te va? Díselo, díselo, me dijo D desde el lado, y hola, ¿qué tal?, díselo ahora mismo, díselo o se lo digo yo. Hola, linda, hermosa. Bien y tú. Bien, todo bien, qué bueno encontrarte, quería hablar contigo, decirte algo. ¿Ah, sí? Yo también, también quería hablarte. ¿Ah si? Díselo, sí, díselo. Ok, ¿qué me decías? Sí, quería decirte, ¿sí?, que estoy bien, y feliz, feliz, creo que voy a ser padre. ¿Ah sí? Sí, creo que sí, M está embarazada, voy a ser padre. Oh, un beso, te felicito. Un beso, F, te felicito. Sí, muchas gracias, un beso… Sí, querida, estoy feliz, gracias. Gracias a ti, un beso, yo también estoy feliz. 

Diez formas de terminar con todo esto y ser feliz

1.   Ahora todo es más triste, ya no soy la de antes, antes me reía mucho y de todo, ahora tengo que volver a casa y me cuesta, tengo que caminar y me cuesta, tengo que mirar y me cuesta, tengo que hablar y me cuesta, por lo tanto he tomado la decisión de sentarme en una silla en el patio de casa, tengo frío, las manos heladas, y eso me produce tristeza, estoy en Ñuñoa y me siento al sol, el sol es agradable, me llega directo a la nuca, se me quita un poco la tristeza, de verdad, se me pasa, me siento feliz cuando miro fijamente el sol, me doy vuelta y me llegan sus rayos en la nuca y se me calientan los brazos, las manos, la espalda, todo el cuerpo, incluso siento que se me calientan los riñones, el intestino, siento que el calor entra y entra, lo siento en el pecho, lo siento expandirse en mis células, bailar en ellas, y sí, soy feliz.

 

    2.   Ahora todo es más triste, me levanto, camino hacia la cocina, levanto el hervidor, le pongo agua, pongo el agua a hervir, mientras me preparo un té con mucha azúcar, ahora todo es más triste, tengo hambre y no me atrevo a comer tan temprano, pero tengo mucha hambre, así que abro un paquete de galletas, me como una, dos, tres, cuatro, todo el paquete, hago el té, le pongo agua fría, ahora todo es más triste, pienso, pero me siento feliz al tragar esas galletas de chocolate. Tienen un sabor maravilloso. Las trago, pasan por mi esófago lentamente y el sabor queda en mis papilas gustativas. Es la masa que se mezcla con el té en mi boca, el té y las galletas hacen una pasta en mi boca, deliciosa, algo que sabe muy bien, y siento un sabor muy rico, pleno. Están ricas, muy ricas estas galletas. Comer galletas con té me hace bien, sentir esos sabores. Sí, soy feliz. Soy feliz.

 

    3.   Ahora todo es más triste, miro a mi madre y a mi padre mientras tomamos once en Pichilemu. Ellos toman en taza, yo en tazón, a ellos no les gusta tomar en tazón, lo encuentran rasca, ahora todo es más triste, pienso mientras me empino el tazón y miro a mi madre y pienso que tal vez me encuentra rasca cuando hago esto, o tal vez no, eso, quizás no, no me encuentra rasca empinándome el tazón, me sonríe, y me encanta su sonrisa, la adoro, ella es hermosa, luego mi padre me sonríe y les devuelvo la sonrisa y sonreímos los tres al mismo tiempo, y ellos lo hacen de una forma hermosa, y cuando reímos los tres siento esa risa en mi guata, y es rica la sensación, me envuelve, produce algo rico en los poros. Me siento bien, tranquila, ellos están conmigo siempre. Los adoro, los quiero, lo amo. No piensan que soy rasca. Nos reímos juntos. Soy feliz.

 

    4.   Ahora todo es más triste, pienso cuando agarro el auto y parto en dirección a Plaza Ñuñoa a juntarme con C y escucho “Protection” de Massive Attack en el auto, y todo es más triste, siempre hay silencio en todos lados, subo el volumen de la música, muy fuerte, me gusta escuchar música muy fuerte, me entra por los poros, dejo que actúe sobre mis órganos, mis músculos, que no interrumpa ese contacto música-cuerpo mi cabeza que solo asume hoy la tristeza que le viene llegando a borbotones, y todo es más triste y silencioso, pero ahora escucho “Yellow” de Coldplay, y ya nada es tan triste, lo canto, lo siento en el cuerpo, entra y sale de mí, no me sé la letra en inglés, pero da lo mismo, la canto fuerte y ya nada es tan triste cuando canto y canto y canto y no paro de cantar. Soy feliz cantando Coldplay, “Yellow” es como un himno, aunque no me sé la letra, pero dice algo de beautiful, the stars, es un gran tema, soy feliz. Lo canto.

 

    5.   Ahora todo es más triste, dejé de usar ropa negra, dejé de comer carne, siento que todo es más triste con tantas restricciones, una restricción tras otra y cada vez más fuerte y severa cada una de esas restricciones. Pero no está tan mal, ya que cuando me pongo ropa clara, por ejemplo cuando voy a mi clóset y veo que todo está iluminado allí adentro y no como una boca de lobo, y saco un pañuelo claro, color blanco y me lo pongo en el cuello y me siento mejor, más tranquila, con todo más claro. Veo claramente indicios de felicidad. La luz, algo que ilumina la casa, le da luz y de paso me ilumina a mí y me siento feliz con eso. Sí, me siento feliz con la luz que entra a mi casa, muy feliz cuando todo está completamente iluminado.

 

    6.   Ahora todo es más triste, antes era escritora. Ahora ya no lo soy, me siento una nada que viaja hacia una nada. Esa nada no me reconforta, pero sí me hace sentir eso, que ya no soy escritora como antes, antes que tenía agarradas las palabras y el ego con las dos manos. Lo tenía agarrado muy fuerte para que no fuera a caerse ni destrozarse. Pero renuncié. Se cayó, se hizo polvo, lo vi caer desde mis manos al suelo, vi su caída, se produjo lentamente durante un año de existencia, y ahora no sé qué soy, ya no soy escritora, no soy yo o esa que creía que era yo y eso me reconforta a ratos, pude huir, tal vez voy a ser eso que siempre he sido de verdad. Eso que soy todo el tiempo. Sí, ya no soy escritora, qué bueno no serlo. No tiene sentido, el ego se rigidiza demasiado siendo escritor. Se entra en la categoría de mentes inflexibles y empobrecidas. Qué bien que ya no soy escritora. No tengo un ego rigidizado ni dependo de las palabras. Qué bien. Gracias. Soy feliz.

 

    7.   Ahora todo es más triste, tengo 33 años y yo quería tener un hijo a los 32 y no lo tuve, así que tal vez lo tenga en otra vida o tal vez a mis 35 años, no sé, pero me levanto de la cama en que estoy y me paro frente al espejo y digo: quiero un hijo, quiero tener un hijo, quiero tener un hijo, quiero tener un hijo. Y me miro haciendo eso, y es gracioso, lo repito diez veces, veinte, es muy gracioso, me río de mí misma. Lo voy a volver a repetir: quiero tener un hijo a mis 35, quiero tener un hijo a mis 35, quiero tener un hijo a mis 35. Qué bien. Me siento bien. Esto es un mantra. Me siento genial. Salgo del baño, seguro voy a tener un hijo a los 35. Soy feliz.

 

    8.   Ahora todo es más triste, ya no soy una niña, no. Cuando una es niña no es triste. Casi nunca. Y ahora no soy una niña, ahora todo es más triste, por lo tanto me levanto temprano, salgo a trotar por el barrio. Veo a una madre de lejos que lleva a un niño en un coche. Lo miro, veo que es feliz. Es un niño, es feliz. Lo miro, me sonríe, me traspasa su niñez y su risa. Le devuelvo todas sus sonrisas. Soy feliz.

 

    9.   Ahora todo es más triste, y me quedan solo dos posibilidades para terminar y ser realmente feliz. Renuncio a esta posibilidad, me la salto y voy directamente a la felicidad final.

 

    10.   Hola… ¿Te gustaría realmente ayudarme a salir de esto? Supongo que has llegado hasta acá por algo. Supongo que quieres salir conmigo de todo esto. Que salgamos juntos, que vayamos hacia el final.

 

   Sé que ahora todo es más triste, que todo es así: nacemos, vivimos, morimos. Eso es triste. Es triste nacer, vivir y luego morir. Es horrible. Es del terror. Cierra la ventana, por favor que hace mucho frío y los autos afuera pasan muy rápido. Me desconcentran.

     La muerte es inabarcable para nuestras cabezas restringidas. ¿Tú lo entiendes? Cuando salgo a trotar en las mañanas intento entenderlo. Corro, corro. Intento entender eso y no llega nunca la respuesta.

     A veces incluso subo mucho la música de mi Ipod y tampoco lo entiendo, aunque no sé para qué la subo, no sé, como si subiéndola pudiera encontrar la respuesta. Qué idiota.

   No lo entiendo, para nada, no logro dar con esa idea, es decir, que esa idea se mantenga estable en mi cabeza por algún tiempo, por más de unos segundos y no se tranforme en una especie de bomba que hace explotar mis neuronas, o mi cuerpo entero: ¡plaf!

     Por eso creo que derivé en tantas cosas distintas. Ese miedo a desaparecer. Escritura, ejercicios. Ejercicios, escritura. Escritura ejercicios. Que el cuerpo esté vivo siempre, siempre en movimiento. El cuerpo dinámico.

     ¿Te conté que desde los 8 años mi padre me llevaba a un gimnasio en Rancagua? El gimnasio se llamaba Okoa y fui muy feliz en esa época. Ahora busco algo más. Estar aquí es ese algo. Sentir este momento, llegar al fondo y al principio de todo. Ayúdame si lo entiendes. Ayúdame.

     Entonces, ya que llegaste hasta acá en este texto, que es también el fin, pero el principio de algo más, te pido que me ayudes. ¿Te gustaría ayudarme? Te necesito. Quiero cavar un hoyo en mi corazón y llegar al fondo de todo esto. Cavar un hoyo también en tu corazón y llegar al final y al fondo de todo esto. Que brote de ahí lo que tenga que brotar. Ir al principio. Darle cabida a eso que va a brotar. Que fluya.

     Hagamos un hoyo en el corazón y desde ahí comencemos a salvarnos.

     Estamos listos. Vamos. Comencemos.

 

   *

 

   Dejo todo de lado. El café que me estaba tomando, apago las velitas a la Virgen de la Aparecida. Apago el PC. Apago la radio. Sonaba Pearl Jam: “Black”. Lo amo.

     Quiero que sepas que desde ahora voy a mantener ideas en mi cabeza por más de un segundo, no quiero autodestruirme. Y mantener ideas en la cabeza significa ser feliz. Eso es la felicidad y la vida, mantener las ideas revoloteando ahí, como dando chapuzones y saltos en el cuerpo, psiquis, mente, espíritu, en fin, realidad. Todo en uno y jugando a esa consciencia de sí.

     Hice tantos ejercicios físicos para llegar hasta acá. Pero ahora estamos en otra etapa.

     Ahora bien, pensarás, ¿cómo puedes ayudarme tú en esto? ¿Qué es hacer un hoyo en el corazón?

     Hacer un hoyo en el corazón es ayudarnos y para que me ayudes y yo te ayude debemos pensar en el inicio de todo, no ir hacia el fin, no ir a lo que acostumbras hoy en el cotidiano, sino que para ser feliz hay que pensar en el inicio, el nacimiento, desde ahí proyectar una vida llena de vida, de emoción grata y vital. Proyectar la gratitud y la felicidad desde ahí, desde el inicio.

     Mírame, deja al lado tu taza de té también. Apaga el PC, los parlantes.

     Para ayudarme necesito que te detengas y pienses en ti. Pensar en ti no significa más que una sola cosa. Ir al origen. Debes concentrarte y pensar en tu vida, desde que naciste, y más exactamente debes pensar en el lugar que te vio nacer: la casa de tu infancia.

     La palabra clave de este final es: La casa de tu infancia.

     ¿Qué día naciste? Yo nací el 20 de octubre de 1978. Nací en un pueblo llamado San Francisco de Mostazal, fui muy feliz allí durante diez años. Vivía en un pueblo de cinco mil personas, tengo dos hermanos, Rosa y Francisco, también tengo a mis padres; a todos ellos los amo.

     Ahora necesito que pienses en ti, que te concentres en tu vida, en ti todo el tiempo. ¿Dónde naciste? ¿Cuándo? ¿A quiénes amas de esos que te acompañaron en tu nacimiento?

     Solo el nacimiento importa hoy, ese lugar que te dio la vida, que te vio nacer.

     Deja atrás todo lo demás. Todos esos caminos que también ya recorriste. Eso que es tan importante para ti, déjalo: el cuerpo en contorsión, la perfección del cuerpo, las disciplinas que hacen de los cuerpos algo perfecto. Déjalo por tu bien, porque más que las perfecciones posteriores del cuerpo, tenemos que ir hacia el lugar que vio a ese cuerpo aparecer por primera vez. En que lo vio aparecer en escena. Allí era perfecto. Vamos a ese momento, vamos entonces a la casa de tu infancia.

     Tenemos que llegar a ese lugar, por el camino que elijas y mirarlo. Hacerlo nuestro.

     Si quieres estar de pie, puedes levantarte. Si quieres estar sentado, puedes quedarte sentado.

     Ahora quiero que solo pienses en tu nacer, en tu niñez, en la casa de tu infancia. La verdad es que yo soy psicóloga, no soy escritora, y la única forma de que realmente puedas ayudarme es seguirme en esta conversación, es que pienses en ti, en tu vida, en tus deseos, tus historias, desde el lugar en que comenzó todo: la casa de tu infancia.

     De ahí seremos libres y proyectaremos una vida nueva.

     Yo también estoy pensando en lo mismo. Yendo al fondo de mi corazón. Haciéndole hoyos profundos.

     Apaga la música. Quiero que te olvides de mí, lo que soy, lo que fui, lo que hubiese podido ser, lo que seré. Es la única forma en que los seres humanos podemos ayudarnos, al fin y al cabo, escuchándonos, acompañándonos, olvidándonos de lo que nos duele y que se gestó después de haber nacido.

     Vamos al fondo del corazón.

     Yo te escucho, tú me escuchas, nos escuchamos, nos pensamos. Reflexionamos. Entonces, si piensas en ti, y yo en mí, luego yo en ti y tú en mí, creo que nos podremos ayudar realmente, creo que podremos lograr una comunión. Te necesito ahora, no te vayas. Quédate y comencemos este camino juntos. Mi casa de la infancia va a ser tu casa de la infancia. Y tu casa de la infancia va a ser mi casa de la infancia.

 

   *

 

   Gracias por quedarte acá, te siento cerca y eso me conmueve, me llena de alegría. Han sido años durísimos, yo acá y tú no sé dónde.

     Quiero que comencemos ya. Voy a ir diciéndote lo que tienes que hacer, luego nos detenemos un rato, pensamos, dialogamos y seguimos. Pero no te vayas, la única forma de terminar con todo esto y estar feliz es que estés a mi lado. Que te quedes, que no te vayas de inmediato. Que dejes la contorsión del cuerpo y la mente. Fluye.

     Supongo que buscas esa felicidad desde siempre.

     Yo también haré un esfuerzo, yo tampoco busco otra cosa que la felicidad en estos años que me quedan de vida, me cuesta mucho quedarme en estas situaciones, siempre huyo, siempre me alejo, pero acá estoy, estamos. Repite esta palabra: juntos. Y si se abren nuevamente surcos, grietas, no te vayas.

     Siento un dolor muy terrible en el pecho. Estoy sufriendo ahora, todo esto es espantoso, me da mucho temor todo. Vivir, morir, todo. Ayúdame, ¿crees que puedes ayudarme? Te lo pido, no te vayas, no te alejes. Quédate aquí. Lleguemos a la felicidad. Persigámosla.

     Te decía que pienses en ti. ¿Dónde naciste? Digo, la ciudad, o el pueblo en que viviste tus primeros años. Haz una pausa y recuerda el lugar en el que naciste. Demórate unos minutos, recorre el espacio, míralo, haz una imagen de él, recórrelo y descríbelo para ti misma, abórdarlo. Yo estoy haciendo el mío. Demorémonos unos minutos. Nacer en un lugar es lo más importante, es el punto donde todo se inicia. De ahí avanzas hacia la muerte, desde ese punto todo se despliega. Nacer. La casa de tu infancia. El primer cuerpo en escena. La aparición de ese cuerpo en la realidad. Su despliegue brutal.

     Cerremos los ojos, respiremos profundo, evoquemos esas imágenes y quedémonos con esa imagen en nuestra cabeza unos cinco minutos. Envolvámonos de ella. Respira y haz que ese lugar se meta en tus poros, que te posea, que ese lugar vuelva a renacer en ti. ¡Ahora ya!

     (Vuelve en cinco minutos más por aquí. Puedes ir a la calle, acercarte al metro, caminar, subir y bajar las escaleras del departamento, ir a la plaza Sucre a darte una vuelta o incluso a subirte a esos juegos de plástico que han puesto para que los vecinos mantengan su cuerpo hermoso).

 

   *

 

   ¿Cómo te fue? Supongo que ya has visto tu casa, el lugar donde naciste. Supongo que lo retienes ahora en tu cabeza. Que la visualizaste. Esa imagen. Me estás ayudando si es que tienes esa imagen en la cabeza. Me gusta que la tengas, que la mantengas ahí. Quédatela, quédatela para siempre. Me ayudas, ya que no es fácil tener la imagen del hogar, de la casa de la infancia en la cabeza. Soy feliz con que la tengas. Gracias, me haces feliz por un rato, el dolor en el pecho se va, se aleja. Ya no me duele tanto, estás y te siento, estoy, y supongo que me sientes al lado tuyo. El que tú la tengas es como que yo la tuviera y en realidad al estar tan cerca tú y yo es como que ambos la tuviéramos, y eso aleja mi dolor.

     Quedémonos con ella.

 

   *

 

   Vamos ahora a un segundo ejercicio de estar juntos en esto. Creo que sí nos estamos ayudando mucho. Todo de a poco. ¿Sientes que nos estamos ayudando estando acá, en este lugar que nos reúne?

     Mi tristeza se difumina un poco, solo un poco, el pecho deja de atraparme. Desde la imagen de la infancia, todo se despliega.

     Entonces:

     La casa de tu infancia es lo más importante en tu vida.

     La casa de mi infancia es lo más importante en mi vida.

     Las casas de la infancia son lo más importante en las vidas de todos.

     El segundo ejercicio ahonda un poco más en esa casa. Ya tienes la casa de tu infancia en tu cabeza. Recórrela una vez más por fuera y anda a la entrada, ¿cómo es? ¿Es hermosa?, ¿Tiene jardín? ¿Con flores? ¿Es blanca? ¿Verde? ¿De madera?

     Llega hasta su reja, ahora camina hasta su puerta de entrada. Pon tu mano ahí. Eso. Abre la puerta de la casa de tu infancia, tenemos que meternos en ella para llegar al fondo de todo esto.

   Que el hoyo en el corazón se intensifique. Se abra más el pecho.

     Voy detrás de ti, entraré contigo a la casa de tu infancia. Entremos. Entra tú primero, yo te sigo. Vamos… Vamos al inicio de todo. Sé que es un lugar sagrado para ti. Tu tesoro. La casa de tu infancia es tu felicidad pura. Ahí fuiste feliz. Pon un pie, luego otro, no tengas miedo. Eso. Sigue, camina, eso, caminemos, vamos lentamente hasta el salón. Entremos. Eso. Busquemos un sitio donde sentarnos. Eso. Aquí está bien. Quedémonos en este sofá. Está cómodo. Es hermoso. Este sofá es antiguo pero es muy hermoso. Es cómodo, se siente perfecto. Gracias por invitarme a entrar en tu casa, en la casa de tu infancia.

 

   Creo que ya entiendes el ejercicio. Retroceder a la casa de tu infancia es lo único que te queda como gran espacio de felicidad. Creo que lo entiendes y lo asumes y además lo quieres dar a conocer entre todos: que todos se dirijan a la casa de su infancia ahora.

     Estamos todos en la casa de nuestras infancias. Mira cómo cambia el mundo. Observa esta mutación. Date cuenta de que estamos acá, no estamos solos. Si ahora nos llega la muerte estaremos juntos. ¿Por qué pensar todo el rato en la muerte? Dejemos de lado ese pensamiento.

     Detengámonos en este momento, ahora. El momento más hermoso de la vida es cuando uno está acompañado por alguien en la casa de su infancia, da lo mismo quién, tu pareja, un familiar, una amiga, incluso una persona cualquiera de la calle. Cuando uno está acompañado por alguien y se lo dicen, se hace consciente ese detalle, y se lo dice en la casa de la infancia.

     Disfrutemos entonces de este momento en que estamos juntos y sentados en el sofá de la casa de tu infancia. Es hermoso. Siento gratitud, bienestar, amor.

     Yo también me siento mejor, mucho mejor, y eso es lo que vale. Aprovechemos este momento de compañía, agarremos el sentimiento de bienestar que ha nacido acá y guardemos ese sentimiento en algún lugar de nuestro corazón para que podamos acceder a él cuando lo necesitemos.

     ¿Cómo te sientes?

 

   *

 

   Vamos ahora a un tercer ejercicio. Levantémonos. Pongámonos de pie. Tú primero, luego yo. Vamos hasta la cocina de la casa de tu infancia. Vamos. Caminemos hasta allá. Eso. Un paso, dos. Eso, entra, puedes entrar, no tengas dudas.

     Entra, quiero decirte algo acá en la cocina. Bebamos primero un vaso de agua mineral. Debe haber en el refrigerador. Gracias, tenía mucha sed. Creo que ahora deberíamos cocinar algo. Algo rico. Algo sano. Comer es el segundo paso más importante, sin comida y sin agua no hay vida. Comer es algo básico, es algo muy necesario, si no comemos, morimos. Es lo más básico. Siempre podremos volver a la casa de la infancia si hemos comido bien.

     ¿Tienes hambre? Yo sí tengo hambre, mucha hambre. Vamos, destapemos las ollas, los bowls, saquemos los tenedores y cuchillos, los quesos, las masas, los aliños. Te propongo cocinar yo primero y tú después. Tú pruebas lo que yo haga y yo pruebo lo que hagas tú. Esta es la receta que te propongo, es mi favorita: “Berenjenas al horno con distintos tipos de queso”. Piensa ahora tú en tu plato favorito. Imagínalo, piénsalo, ¿qué cosas lleva? ¿Es rico? Me encantaría que me enseñes a prepararlo. ¿Qué ingredientes necesitamos? Imagínalo, deja en tu cabeza esa imagen, poséela. Deja que inunde tu mente y siente felicidad por tener la imagen de tu comida favorita tanto tiempo en tu mente. Que te inunde la felicidad, que disfrutes de esa imagen. Te dejaré con ella por algunos minutos. Cinco, al menos.

 

   *

 

   Ahora vamos a cocinar las berenjenas con queso. Son mis favoritas y también necesito que en la casa de tu infancia podamos cocinar lo que a mí más me gusta para que así tú disfrutes de este plato tan sabroso.

     Lavemos bien las berenjenas, piquémoslas en rodajas muy delgadas. Eso, así. Saquemos una fuente de vidrio para ponerlas. Pongamos en la fuente de vidrio un poco de aceite de oliva, pimienta, ajo en polvo, algo de mantequilla y la primera capa de berenjenas cubriendo toda la base de la fuente.

     Sobre las berenjenas pongamos queso parmesano. Así mismo. Mucho queso parmesano hasta casi tapar las berenjenas, y luego, arriba del queso, pongamos una salsa de tomate, cubriéndolo todo. Y otra capa más de berenjenas. Así. Y sobre esta capa de berenjenas vertamos una crema de leche light, sin demasiada grasa. Podemos añadir un poco de vino blanco para que quede más sabroso. También un poco de orégano molido y seco, y arriba una capa de queso azul y más crema de leche light, siempre light, sin mucha grasa.

     Ahora coloquemos otra capa de berenjenas, la última. Y sobre ella un poco de queso en láminas. Arriba de ese queso podemos poner un poco de pimentón picado, o aceitunas. Ya está, encendamos el horno, enciéndelo tú misma. No pongas la llama tan fuerte. Eso, enciende el horno de la casa de tu infancia.

 

   Sigamos. Te toca cocinar a ti. ¿Qué quieres preparar? ¿Te tinca algo dulce o algo salado? Bueno, está bien, no quieres cocinar ahora, no es problema. Ya tenemos suficiente alimento con lo que hemos cocinado. No exageremos tampoco, el alimento es fundamental, pero no hay que exagerar.

     Creo que deberíamos sentarnos entonces en el salón, o salir al patio. Dejemos el horno encendido. Eso también hace más cálida la casa de tu infancia. Esperemos a que estén listas las berenjenas.

     Está agradable en el salón, podemos conversar y me cuentas más acerca de la casa de tu infancia. ¿Cuántos años viviste acá? Es una casa muy bella. Vamos. Llevemos un vaso.

     El mejor momento es cuando uno agarra los vasos y se sienta en el salón de la casa de la infancia a esperar la comida que está en el horno. En realidad el instante del diálogo y reflexión de a dos mientras se cocinan unas berenjenas en la casa de tu infancia es el momento en que podemos ahondar más en esta felicidad que buscamos, que esperamos lograr juntos.

     Eso, vamos al living. Desde acá se ve todo muy hermoso. ¿Te tinca poner algo de música? ¿Cierto que podríamos poner algo de música? Eso. Pongamos música. Algo bien fuerte, Pet Shop Boys, es lo máximo, qué bueno que te guste tanto como a mí. Dale, enciéndela. Eso está bien, pero no sé… Cambiémosla, pongamos otra cosa, eso, dale, pon lo que quieras. Sí, qué bien, eso, bailemos. Qué buena iniciativa has tenido. Es una inciativa perfecta. Pongamos The Cure, Catch. ¡Ya! Eso, mejor música chilena de los 80. No, qué lata, cámbiala, por favor, pon a David Bowie. Eso. Dancing. Dancing, dancing.

     Eso, bailemos, eso, bailemos. Qué buena idea has tenido, no se me había ocurrido. Jamás se me había venido a la cabeza. ¿Cómo se te ocurrió? Bailar en la casa de tu infancia. ¡Eso!

     ¿Te imaginas que uno no pudiera bailar? Yo creo que en medio oriente no se baila. Menos en Asia. No sé… ¿Qué crees tú? Debe ser una pesadilla no poder bailar.

     Eso, bailemos. Uuuhhh, Qué rico es bailar, bailemos, baila, baila, gracias por haberte animado a bailar, te ves muy bien bailando. Muévete, muévete bien. Es lo que necesitabas después de este largo camino. Todo lo demás no importa nada. ¿Qué importa realmente todo lo demás? Esto es lo verdaderamente importante. Esto es. Eso, bailar en la casa de tu infancia es muy agradable, es lo que necesitabas, es lo verdaderamente importante.

     ¡Aaahhh! Olvídate de los problemas. Olvídate de la muerte. Eso, baila, baila más rápido. Eso. Sube la música. ¡Eeehhh! Bailemos en la casa de tu infancia. Fue una idea genial volver a la casa de tu infancia. Qué bello es el salón de la casa de tu infancia. Es tu nido, tu nicho, tu refugio.

   Qué bien se siente estar en San Francisco de Mostazal. Es hermoso. Eso, no te detengas, sigue, cierra los ojos en la casa de tu infancia y baila en ella, baila mucho, eso, así, mueve todo tu cuerpo. Suéltate, suéltate mucho, suelta tu mandíbula, tus piernas, tus brazos, todo tu cuerpo, anda soltando de a poco, todos tus músculos, tu boca, los dedos de las manos, de los pies.

     ¿Sabías que los faquires no bailan? Bailar en la casa de la infancia es lo mejor que puede pasarte como persona. ¡Eeehhh! Sube la música. ¡Eeehhh! Es un lujo bailar de verdad en la casa de tu infancia. ¿Sabes cómo es que llegamos acá? No lo recuerdo. No recuerdo. Nos costó llegar, sin duda. ¡Eso! Baila, es lo único que realmente importa, ya todo dejó de importar: solo importamos nosotros y el baile en la casa de tu infancia. Suelta, suelta todo. Lanza todo afuera. Esto es una forma de volver al pasado y quedarte ahí, reconocer todos tus errores en ese gesto, en ese baile. Lanza lejos tus errores con este baile. Elimínalos de la vida. Sé libre. Baila, mueve el cuerpo de forma instintiva. Suelta. Vuelve al origen. Mira, baila, baila. Baila por favor. Ve cómo se mueve tu cuerpo, ve cómo… Relájate. Dale, dale, no seas nunca tiesa. Dancing. Se siente tan agradable esto. Regresa más aún a la casa de tu infancia. Retoma esa imagen y baila en ella, quédatela. Eso. Baila mucho, eso, libera, suelta el cuerpo, suelta, suelta, suelta. Olvida todo: los ejercicios y las formas. Una es muy feliz bailando, eso, una es feliz. Eso. Suelta, suelta, libera, suelta, eso, aprende a bailar, mueve los brazos, mueve todo, por favor. Que la espalda no esté contraída, el cuello tampoco, ninguno de tus dedos. Suelta tu cuerpo, tus brazos, tu cuello. Suéltalo. Mueve los brazos en el baile. En el baile hay que mover todo el cuerpo. Tienes que ser una con el universo. Tú y el universo son uno. Tú y el universo son uno en el baile. Eso, baila, baila en la casa de tu infancia, eso. Qué agradable. Suelta todo. Eso. Bailemos juntos en la casa de tu infancia. Baila. Eso. Así mismo. Bailemos con el universo. Eso. Creo que eres feliz. El universo es tu casa. Sí, así, exactamente así. Por fin. Lo eres. Sí. Lo eres. Por fin eres feliz.

Sesión 2

Diego Título del cuento: «Perdidos» (2008) 

Autor: Diego Zúñiga (Iquique, Chile, 1987)

Día de encuentro: 23 de febrero

Hora: 10:00 (Ciudad de México)

Sobre la autor: https://www.lecturalia.com/autor/15728/diego-zuniga

Diego Zúñiga Niños héroes Club de lectura para estudiantes de español como lengua extranjera

Perdidos

Algo así como una introducción

El proyecto del rojo Salinas era el siguiente: llevar a la pantalla grande la novela de Gutiérrez “El iceberg”, y conseguirlo en menos de cuatro horas, con una cámara digital y todo en tiempo real; en definitiva, un proyecto imposible, considerando las quinientas páginas de la novela, unido a la gran cantidad de locaciones donde transcurren los hechos: desde Sudáfrica cruzando el Océano Atlántico, hasta llegar a la Antártica, sin contar el viaje que hacen las sardinas antes de llegar a Ciudad del Cabo: un viaje por una Latinoamérica conmocionada por las dictaduras, la muerte y los sueños incompletos.

O las pesadillas.

De esto ya van más de cinco años y aún no se sabe nada del proyecto ni del rojo Salinas. La verdad es que ya es una especie de leyenda que ronda en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Católica. Por los pasillos se cuentan escenas de la película que dicen haber visto; otros señalan que fueron a un casting donde se buscaba a los que interpretarían a los protagonistas. Finalmente, uno que otro explica el proyecto como si fuera él quien lo diseñó.

Del rojo Salinas no se habla nada. Como si fuera tabú. O en el mejor de los casos, un secreto que nadie quiere contar. Algunos ex compañeros, ahora ya directores de televisión, guionistas, documentalistas y uno que otro dedicado al cine experimental, recuerdan muy pocas cosas de él. Ciertos gestos, palabras, obsesiones y silencios, sobre todo silencios. Porque el rojo Salinas antes que nada era un ser silencioso, un hombre que prefería sentarse al final de la sala y escuchar hablar a sus profesores acerca de la importancia de la sociedad de la información, o sobre las teorías críticas de Ascanio Cavallo referidas al cine chileno de los años sesenta, y tomar apuntes en una libreta que parecía no acabarse nunca, donde también anotaba ideas que se le venían a la cabeza, imágenes que veía camino a la universidad, o conversaciones que alcanzaba a oír en el metro. En definitiva, el material con el cual empezaría a trabajar antes de desaparecer.

Lo que debió ir primero

Me llamó Aldo Martínez. Estudio periodismo en la Universidad Católica. Este es mi último año. Este es mi último trabajo, el más importante. Me pidieron que hiciera un reportaje sobre algún tema relevante. No sé si la historia del rojo Salinas sea tan importante; simplemente creo que es necesario que alguien la cuente, que se investigue su desaparición, que sepamos la verdad de algo que se incrusta en el inconsciente de cada alumno que pasa por esta facultad. Creo que es necesario contar su historia. Por él. Por nosotros.

Su vida

El rojo Salinas nació en Arica, en el año 1981. Es hijo único. Sus padres se separaron cuanto tenía 4 años. Rodolfo Salinas, piloto comercial, se enamoró de una azafata rusa que conoció en su único viaje a Europa. La trajo a Chile. Le prometió que se casarían, que serían felices. Ella aceptó. Cuando llegaron se encontró con que su prometido era casado y tenía un hijo. El escándalo fue de proporciones. Ella gritaba. Nadie entendía lo que decía. El papá de rojo Salinas le decía, take it easy, pero ella gritaba más y más, mientras la mamá del rojo Salinas, con él en brazos, tomaba un taxi, a las afueras del aeropuerto de Arica, con dirección a su departamento. Allí hizo dos bolsos, con su ropa y la del rojo Salinas, y se fue donde una tía. Estuvo tres días. Al cuarto, compró un pasaje en bus y partió a Santiago, donde su hermana soltera, que la recibió en su departamento de una pieza. Vivieron siete años ahí. El rojo Salinas creció en ese departamento de la Villa Frei. Ahí jugó sus primeros partidos de básquetbol. Ahí conoció a la primera chica de la que se enamoró, una colorina con la que pasaba todo el día consolándola porque sus demás amigos la molestaban por el color de su pelo. El la abrazaba y le contaba historias: cuentos donde los colorines eran los buenos, los príncipes, los ganadores.

Un dato importante: el rojo Salinas también era colorín.

Una mañana de diciembre se acercó a ella y le dijo que se iba, que su tía los había echado del departamento, que conoció a un músico con el que se casaría y viviría junto a él. La colorina lloró. El rojo Salinas, una vez más, la consoló y le dijo que volvería. Ella, entre lágrimas, levantó la mirada, se acercó un poco más y le dio un beso. El primer beso.

El rojo Salinas, según cuenta un amigo de esa época, llegó a su casa y vomitó durante diez minutos. Después se recompuso, ayudó a su madre a guardar la poca ropa que tenían y se marcharon del lugar. Nunca más regresaron a la Villa Frei. De la colorina no se sabe nada. Algunos dicen que se convirtió en una pornostar y que cuando supo que el rojo Salinas era estudiante de dirección audiovisual, lo buscó para ser la protagonista de su primera película. Otros dicen que se murió de pena porque el rojo Salinas nunca volvió a verla. Finalmente, hay quienes señalan que cuando se enteró de su desaparición, tomó sus cosas y se fue a buscarlo por Latinoamérica. Su hermana, una estudiante de cuarto medio de un liceo de Ñuñoa, dijo que recibió un e-mail de ella donde le contaba que había encontrado al rojo Salinas en una playa peruana y que ahora se dirigían al D.F. donde filmaría su primera película, y ella sería la protagonista.

Puede ser. Todo puede ser. Pero en fin. Mejor sigamos.

Después de vivir con su tía, el rojo Salinas y su madre le arrendaron una pieza a una amiga que ella conoció trabajando en un supermercado. Pasaron la navidad y el año nuevo en esa habitación, encerrados, escuchando cómo la dueña de casa comía junto a su familia, abrían regalos y se daban los abrazos de año nuevo. Ellos también se dieron un abrazo. Luego se acostaron y se durmieron. Al día siguiente, el rojo Salinas, que ya tenía once años, se consiguió con su tía el número de teléfono de su papá y lo llamó. Le describió, detalladamente, y con cierta exageración, las condiciones en las que estaba viviendo con su madre. El papá se puso a llorar y le dijo que lo perdonara, que él no debía estar pasando por esa miseria, que era injusto, que iría por él esa misma tarde y que buscarían un lugar donde vivir los tres, pero que era necesario que convenciera a su madre de que lo perdonara y así volverían a vivir juntos. El rojo Salinas dijo que lo intentaría. Te quiero, hijo, indicó su papá y colgó.

Sus padres se reconciliaron. Se acabó la miseria. Comenzó la buena vida.

Se fueron a vivir a un departamento en Providencia. El rojo Salinas se cambió de colegio a uno que quedaba a un par de cuadras. Instituto Presidente Errázuriz se llamaba. Ahí cursó toda su enseñanza media; ahí conoció a un par de amigos cinéfilos que le empezaron a prestar películas; ahí nadie se dio cuenta de que su pasión era el cine, que soñaba con hacer alguna vez una película y ser él el protagonista; ahí conoció, en tercero, medio, a Catalán, un tipo que quería ser escritor y que leía como si el mundo se fuera a acabar mañana, con el que conversaba todos los recreos. Se contaban lo que habían visto y leído, respectivamente. Poco a poco se fueron haciendo amigos. El rojo Salinas comenzó a leer. Catalán empezó a ver películas.

Ese verano Catalán leyó “El iceberg”. Cuando volvió a clases, le contó al rojo Salinas del liceo y le dijo que era la mejor novela que había leído en su vida. El rojo Salinas lo quedó mirando, esbozó una sonrisa y le dijo que no fuera tan putita, que siempre le decía lo mismo cuando leía una buena novela. Catalán lo quedó mirando y le dijo: huevón, entiende, es la mejor novela que he leído en mi vida. El rojo Salinas dejó de reírse. Esa misma tarde la pidió en el Bibliómetro de Tobalaba.

Faltó dos días a clases. Al tercero llegó temprano, entró a la sala y se sentó a esperar a Catalán. Cuando lo vio, le dijo que salieran de la sala, que necesitaba hablar con él. Se fueron a caminar por Providencia. Doblaron en dirección al río Mapocho. Se tiraron en el pasto y hablaron de la novela de Gutiérrez hasta que oscureció.

Al día siguiente, el rojo Salinas le dijo que algún día la haría película y que se la dedicaría a él. Catalán le dijo que le avisara, por si necesitaba ayuda.

Cuando salieron de cuarto medio nunca más se vieron. Catalán se fue a estudiar literatura a Buenos Aires. Ahí vive todavía. Ha publicado un libro de cuentos titulado “Lorrie Moore le lee un cuento a Catalán”. Acá en Chile nadie lo conoce, nadie lo ha criticado. En Argentina dicen que es el sucesor de Borges y comparan su llegada al país trasandino con la de Gombrowicz. Otros dicen que es una mala copia de Cortázar, mezclado con Isabel Allende, que abusa de los adjetivos y que la cursilería expuesta en sus cuentos es más que asfixiante.

La verdad es que mandé a pedir el libro, para averiguar si en algún relato se daban pistas del rojo Salinas, pero sólo me encontré, justamente, con cuentos cortazarianos y cursilones, donde Buenos Aires funciona como el cliché máximo de esa ciudad en la que todo el mundo se enamora y lee novelas románticas. Aunque hay un relato que me quedó dando vueltas, precisamente un cuento donde no se narra una historia de amor ni sucede en Buenos Aires, sino que es la historia de un hombre silencioso que un día decide desaparecer y que al final del cuento, cuando ya todos lo olvidaron y nadie lo busca, dice: “Lo más fácil del mundo es creer que la vida es una película y luego darse cuenta de lo estúpido que es creer eso. Aunque hay algo más fácil: perderse en un país donde están todos perdidos. O mejor: desaparecer en un país de desaparecidos”.

Hay días donde aun pienso en ese texto. De la vida del rojo Salinas no hay mucho que agregar. Salió del colegio, dio la PSU, le fue bien y entró a estudiar Dirección Audiovisual a la Universidad Católica. El primer año le fue bien. Aprobó todos los ramos. Al segundo disminuyó un poco sus notas. Tuvo problemas en su casa. Sus padres volvieron a separarse. En realidad, esta vez, la madre agarró sus cosas y se fue. Un día lo llamó y le dijo que estaba viviendo en Paraguay, que estaba bien, pero que no la buscara, que le gustaba su vida allá: sola, sin hacer nada, encerrada todo el día en una habitación de un hotel de Asunción.

Dicen que el rojo Salinas le hizo caso, que no la quiso buscar. Luego entró en una pequeña depresión. Cuentan que todos los fines de semana iba al aeropuerto. Que ingresaba a la sala de embarque y miraba cómo despegaban los aviones, y con la mirada los seguía hasta que se perdían entre las nubes. Después miraba cómo aterrizaban y fijaba la vista en el avión detenido, mientras anochecía en Santiago. A eso de las once de la noche, tomaba el último bus que lo dejaba en la Alameda y regresaba a casa. Hasta que de un día para otro dejó de hacerlo y retomó las clases en la universidad. Finalmente, pasó todos los ramos. Al tercer año, después de comentarle a un par de compañeros acerca de su proyecto cinematográfico y haber conversado con Maximiliano Rojas, el director de la carrera, detallándole todo lo que necesitaba para llevar a la pantalla grande “El iceberg”, desapareció. Hasta el día de hoy no se sabe nada. Los rumores van y vienen. Parecen olas que no quieren que llegue la noche y las dejan solas, que los surfistas las abandonan para seguir con sus vidas. Aunque aun hay un dato que falta: es una mujer. Se llama Carolina Winkler y es la última novia que tuvo el rojo Salinas.

Carolina Winkler o la última pieza del rompecabezas

Llamé a Carolina para concretar la entrevista. Me dijo que nos juntáramos en uno de esos cafés posmodernos y vanguardistas que están cerca del Bellas Artes. Como nunca, llegué puntualmente, me ubiqué en una de las dos mesas que tienen fuera del local y la esperé. Mientras tanto, me tomé dos cortados y releí todo el material que había recopilado sobre el rojo Salinas que, sinceramente, no era mucho. Carolina debía ser la fuente principal para averiguar por qué el rojo Salinas había desaparecido y sin saber dónde podía encontrarse.

Carolina llegó una hora y media atrasada. Venía con minifalda de jeans y una polera escotada. Le miré por un momento sus piernas flacas y me acordé de esas largas conversaciones donde intentaba convencerla de que sus piernas eran bellas, que parecían piernas de modelos inglesas, pero ella no me hacía caso y se amurraba y se encerraba en la pieza donde dormíamos y luego tenía que ir y abrazarla y darle besos en el cuello para que se riera y todo volviera a la normalidad.

Ese día sus piernas me seguían pareciendo bellas, pero no se lo dije. Para ser franco, adopté una posición profesional y sólo hablamos de lo que no llevó a reunirnos: el rojo Salinas.

Durante la entrevista me acordé de todo el año que pasamos juntos. Por un momento me sentí atrapado en el pasado, en esas mismas conversaciones que teníamos por horas. Ella hablando y yo escuchando. Pero siempre escondió ciertos detalles, que, según ella, me podían provocar celos. Esos detalles son los puntos en que ahondé durante la entrevista, y ella se mostró reacia, un poco malhumorada a ratos. Insistió en que abandonara mi empresa, que a nadie le importaba ya el rojo Salinas, que era una estupidez seguir la investigación, que todos debíamos dar vuelta la página, que lo más probable es que el rojo Salinas estuviera muerto. Repitió la palabra muerto dos veces y me quedé en silencio. La miré un instante, extendí un poco mi mano hacia la de ella, que estaba apoyada en la mesa y la presioné fuerte. Nos quedamos así por unos segundos; luego, ella sacó la mano y pidió la cuenta. Cuando llegó el mesero con la boleta, Carolina me contó que había roto una promesa que le hizo el rojo Salinas en ese mismo café. Me dijo que a la primera semana de pololeo, el rojo Salinas le había contado, detalladamente y sin mayores remordimientos, el final de “El iceberg”, luego de haberle narrado, con extremada parsimonia, las dos primeras partes de la novela. Y Carolina, desconcertada por todo, le prometió que nunca lo leería.

Pero terminó ayer, dijo ella, y yo enarqué la ceja y le pregunté que cuál era el problema. Ella agarró sus cosas, hizo parar un taxi y se fue.

No tengo idea por qué lo hizo. Al final terminé pagando todo y no pude decirle que necesitaba que volviéramos a vernos.

Esperé un par de días antes de volver a llamarla. Cuando lo hice nadie me contestó. Insistí durante todo ese día, y el siguiente y el siguiente, sin resultados positivos. Al cuarto día fui a su casa. Me abrió la puerta su mamá. Me abrazó muy fuerte y me dijo si sabía dónde se había metido Carolina, que de un día para otro se había ido de la casa, que dejó casi toda su ropa, que, según ella, quizá la raptaron, o la violaron, o la mataron. Y la señora me dijo todas esas cosas mientras no dejaba de presionarme fuerte contra ella, como si yo tuviera escondido dentro de mí a Carolina. Le dije que entráramos un momento, que se debía calmar, que ya encontraríamos a su hija. No sentamos en el sofá. Lloró un poco y me dijo que subiera a la pieza de Carolina, que quizá podría encontrar algo que ayudara a saber dónde andaba metida

Subí lentamente la escalera, avancé por el pasillo y entré en la habitación de Carolina. Todo estaba limpio y ordenado. Me puse a buscar, entre sus cuadernos, alguna dirección o algo por el estilo.

No encontré nada. Encendí su computador, me senté, esperé que cargara, me conecté a internet y revisé su historial: páginas de líneas aéreas comerciales, páginas sobre cine experimental, páginas sobre cine latinoamericanos, páginas sobre literatura contemporánea, páginas sobre Gutiérrez, páginas sobre “El iceberg”.

Cerré ventanas, apagué el computador y salí de la casa.

Tomé el metro y me dirigí al Campus San Joaquín. Una vez allá, caminé rápido hacia la biblioteca central. Entré, dejé mi bolso en custodia y busqué, en la sección de Literatura Chilena, los libros de Gutiérrez.

Sólo encontré “Miradas perdidas en el asfalto”. Lo saqué y me senté en uno de los sillones que había en la biblioteca. Leí todos los poemas: una, dos, tres veces. Luego me dormí.

Soñé que unos detectives me raptaban, que me violaban arriba de un auto mientras me leían unos versos en un idioma que no entendía y luego me dejaban en la mitad del desierto.

El sonido de un timbre me despertó.

Abrí los ojos. Ya no había gente en el lugar. Sólo el tipo que estaba en custodia y una chica detrás del mesón de pedidos.

Me levanté y fui nuevamente al lugar desde donde saqué el libro. Esta vez encontré otros ejemplares. “Ballenas varadas en Pisagua”, “Caleta San Marcos”, “Océanos imaginarios” y “El iceberg”. Los tomé todos y fui al mesón de pedidos. Se los pasé a la chica que me quedó mirando un buen rato, y dijo algo sobre que las bibliotecas no eran para dormir y luego agregó: son para el 4 de julio.

Agarré los libros, pedí mi bolso en custodia, los guardé y me fui.

Esa noche leí “El iceberg”. Cuando terminé me hice un café y me quedé un buen rato sentado en mi cama, sin hacer nada. Estaba amaneciendo. Mi mamá entró a la pieza y me preguntó si estaba listo. Le dije que no tenía clases. ¿Y por qué estás despierto? Por nada, dije, es que no puedo dormir. ¿Te pasó algo?, me preguntó mi mamá, y volví a mentir. Luego salió de mi pieza y se fue al trabajo.

Después de unos minutos me acosté y me dormí. Desperté a medianoche. No soñé nada, o si soñé con algo, ya no lo recuerdo. Sólo sé que me levanté, que eché en un bolso un poco de ropa y los libros que había pedido en la biblioteca.

Miré por última vez mi habitación. Agarré con firmeza el bolso, cerré la puerta, y me fui.

Sesión 3

Título del cuento: «La hostería» en Las cosas que perdimos por el fuego (2016) 

Autor: Mariana Enríquez (Buenos Aires, Argentina, 1973)

Día de encuentro: 30 de marzo

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México)

Sobre la autora: https://shorturl.at/ypaAt 

Mariana Enríquez Las cosas que perdimos por el fuego Club de lectura para estudiantes de español como lengua extranjera

La hostería

El humo del cigarrillo le daba náuseas, siempre le pasaba lo mismo cuando su madre fumaba en el auto. Pero no se atrevía a pedirle que lo apagara, porque ella estaba de muy mal humor. Resoplaba y el humo le salía por la nariz y se le metía en los ojos. En el asiento de atrás escuchaba música su hermana Lali con los auriculares incrustados en los oídos. Nadie hablaba. Florencia miró por la ventanilla las mansiones de Los Sauces y esperó con ganas el túnel y el dique y los cerros colorados. Nunca se cansaba del paisaje a pesar de que lo veía varias veces por año, cada vez que iban a la casa de Sanagasta. Este viaje era distinto. No era por gusto. Su papá casi las había obligado a irse de La Rioja. Toda la noche anterior Florencia había escuchado la pelea y a la mañana la decisión estaba ya tomada: hasta las elecciones, mientras su papá estuviera en campaña para concejal de la capital, ellas se iban a Sanagasta. El problema era Lali. Salía todos los fines de semana y se emborrachaba y tenía muchos novios. Lali, quince años, el pelo largo hasta debajo de la cintura, lacio y oscuro; era hermosa, aunque tenía que usar menos maquillaje, abandonar las uñas largas y coloradas y aprender a caminar con tacos; Florencia la veía con sus botas nuevas y le daba risa verla chueca y lenta, con tanto cuidado; le parecía ridícula la sombra azul que usaba en los párpados y los aros de perlas tan horribles. Pero entendía que a los hombres les gustara y que su papá no la quisiera dando vueltas por La Rioja durante la campaña. Florencia había tenido que defender a su hermana varias veces después de clases, a las piñas. Tu hermana la puta, la trola, la petera, la chupapija, ya le hicieron el culo o qué. Siempre eran chicas las que insultaban a Lali. Una vez había vuelto a casa con un labio partido después de una pelea en la esquina de la escuela y, mientras se lavaba en el baño y pensaba la mentira que iba a decirles a sus padres —que le habían dado un pelotazo en la cara en el entrenamiento de vóley—, se sintió una estúpida. Su hermana nunca le agradecía que la defendiera. Nunca le hablaba, en realidad. No le importaba lo que dijeran de ella, no le importaba que Florencia se peleara por ella, no le importaba Florencia. Se la pasaba en su habitación probándose ropa y escuchando música estúpida, pavadas románticas, vas a verme llegar, vas a oír mi canción, vas a entrar sin pedirme la llave, la distancia y el tiempo no saben la falta que le haces a mi corazón, todo el día la misma canción, daban ganas de matarla. A Florencia le caía mal su hermana, pero no podía evitar enojarse cuando la trataban de puta. No le gustaba que trataran a nadie de puta: se hubiera peleado por cualquiera. A ella nunca iban a tratarla de puta, eso lo tenía clarísimo. Abrió la ventanilla para ver mejor el dique y la Pollera de la Gitana, esa parte del cerro que parecía la marca de una catarata de sangre ya seca. El aire apenas húmedo le llenó la boca. A ella iban a decirle tortillera, mostra, enferma, quién sabe qué cosas. Mamá, poné música, querés, que se me gastaron las pilas, dijo Lali. No jodas, hija, que se me parte la cabeza y tengo que manejar. Qué aburrida que sos.
Callate, Lali, porque te reviento. Cómo estaba la cosa, pensó Florencia. A su mamá no le gustaba Sanagasta. Como muchos riojanos, se iba al pueblo en el verano, cuando el calor de la capital alcanzaba los cincuenta grados y a la siesta no se podía dormir y daban ganas de morirse. Pero siempre hablaba de Uspallata o del mar, estaba harta de ese pueblo sin restaurantes, con gente cerrada y antipática y el mercado artesanal, que nunca variaba la oferta, ¡ni siquiera cambiaban las cosas de lugar! Estaba harta de la procesión de la Virgen Niña, de las grutas por todas partes, de que en el pueblo hubiera tres iglesias y ningún bar para tomarse un café. Si alguien le decía que se podía tomar un café en la Hostería, se sulfuraba también. Estaba harta de la Hostería. De la amabilidad de Elena, la dueña, que a ella le resultaba una mujer falsa y creída. Harta de que la única diversión fuera cenar pollo al horno en la Hostería, jugar a la ruleta y las maquinitas en el casino de la Hostería, conocer a algún turista europeo en la Hostería. Por suerte, solía decir, ellos tenían pileta de natación en su propia casa; si no, hubieran tenido que usar la de la Hostería y ahí ella se volvía loca. Ni una parrilla había en el pueblo, rezongaba. Ni una parrilla. Llegaron a Sanagasta al mismo tiempo que la primera combi de la tarde, cerca de las seis y media. El sol, ya bajo, les cambiaba el color a los cerros y el verde de los árboles del valle era de musgo aterciopelado. Lali lloraba. Ella detestaba Sanagasta y estaba tan enojada, tan convencida de que cuando terminara la secundaria se escaparía a Córdoba, donde vivía uno de sus novios… Florencia había escuchado el plan de huida cuando se lo contaba por teléfono a una amiga. La casa estaba bastante fresca y su mamá, siempre friolenta, encendió la estufa. Florencia salió al parque: la casa de fin de semana de su familia era bastante pequeña porque su papá había preferido una construcción chica y un terreno muy grande para tener pileta, árboles, mucho espacio para que los perros corrieran, una glorieta y hasta flores, le encantaban las flores, mucho más que a su mamá, que prefería los cactus. Florencia se sentó en el sillón hamaca y empezó a identificar los colores: naranja y fucsia de las flores, turquesa de la pileta, verde tuna, rosado de la casa. Le mandó un mensaje a su mejor amiga, Rocío, que vivía en Sanagasta: Ya llegué, pasá a buscarme. Tenían mucho de qué hablar: Rocío le había adelantado por mail que también había bardo en su casa. Es decir, que había problemas con su papá, porque la familia de Rocío era mínima: su mamá estaba muerta y no tenía hermanos. Rocío mensajeó que se encontraran en el quiosco, que ya estaba abierto, y Florencia salió corriendo sin avisar, con algo de plata en el bolsillo para tomar una Coca. De todo lo que le gustaba de Sanagasta, una de sus cosas favoritas era poder irse sin avisar y que sus padres no se enojaron ni se asustaran. Había olor a quemado en el aire, probablemente una fogata de hojas caídas. Era el momento más lindo del día. Rocío la esperaba sentada en una de las sillas de plástico del quiosco —que servía sandwichs y empanadas a la noche— con shorts de jean desflecados, una remera blanca, el pelo suelto y la mochila debajo de la mesa. Florencia la besó, se sentó y no pudo evitar mirarle las piernas, el vello dorado que con la luz del atardecer parecía brillantina desparramada. Pidieron una Coca de dos litros y Florencia quiso saber todo. Hacía años que el padre de Rocío trabajaba en la Hostería como guía turístico: llevaba a los huéspedes al parque arqueológico, al dique, a la Cueva de la Salamanca. Era el empleado favorito: usaba la 4×4 de la dueña cuando se le rompía la camioneta, comía gratis en el restaurante cuando quería, usaba el pool y el metegol sin pagar. En el pueblo decían que era el amante de Elena. Rocío lo negaba, su papá no iba a meterse con la dueña de la Hostería, esa estirada, decía. Florencia había hecho todos los
recorridos turísticos con Rocío y su papá. Él era un guía increíble, cuidadoso y simpático: tan entretenido que uno no se cansaba aunque estuviera trepando cerros bajo un sol tremendo. No te puedo creer que la Elena echó a tu papá, ¿qué pasó? Rocío se limpió la Coca-Cola que le había quedado sobre el labio, un bigote marrón. Las cosas andaban medio mal, le contó, porque Elena tenía problemas de plata y estaba histérica, pero se fue todo a la mierda cuando su papá les contó a unos turistas de Buenos Aires que la Hostería había sido una escuela de policía hacía treinta años, antes de ser hotel. Pero tu papá siempre dice eso en los paseos, cuando cuenta la historia del pueblo, dijo Rocío. Y sí, pero Elena no sabía. A estos turistas el dato les re interesó, quisieron saber más y le preguntaron a Elena directamente. Ella se enteró ahí de que mi papá contaba de la escuela de policía y se pelearon y lo echó. ¿Por qué se enojó tanto? No quiere que los turistas piensen mal, dice mi papá, porque fue escuela de policía en la dictadura, ¿te acordás de que lo estudiamos en el colegio? ¿Qué, mataron gente ahí? Mi papá dice que no, que Elena se persigue, que ahí fue escuela de policía nomás. Después, Rocío dijo que era una excusa de Elena lo de la escuela de policía en la dictadura, que no le importaba nada esa historia, si había comprado la Hostería hacía diez años apenas. Que estaba de culo con su papá y lo quería echar, que se agarró de eso nomás. Andaba mal de plata, tenía que echar gente. Elena le había quitado a su papá la llave de la Hostería, le había pedido plata para arreglar algunas cosas de la camioneta que él no había roto, que estaban deterioradas por uso nada más, y le había prohibido que hiciera los tours por su cuenta con amenaza de juicio. Y todo sin pagarle el último mes de trabajo. Pero él los puede hacer igual los paseos, qué tiene que ver. No los va a hacer más, no quiere tener problemas. Aparte, dice que está harto de los sanagasteños, se quiere ir de acá. Rocío se terminó su vaso de Coca y llamó al perro del quiosco, que se acercó enseguida y pareció decepcionado cuando recibió caricias en vez de comida. Yo no me quiero ir, me gusta acá, quiero hacer la secundaria en La Rioja, con vos y con las chicas. Florencia se agachó a acariciar las orejas del perro, que se le había acercado para probar suerte; así podía esconder un poco la cara, no quería que Rocío la viera a punto de llorar. Si se iba de Sanagasta, se escapaba con ella, no le importaba nada. Pero entonces escuchó la mejor noticia posible, la mejor noticia que había escuchado en su vida.
Le dije, le pedí que nos quedáramos y mi papá me dijo que de Sanagasta nos íbamos pero nomás para La Rioja, él ya habló para un trabajo ahí con la secretaría, ¿no es buenísimo? Florencia apretó los labios y después dijo que era genial. Se terminó su vaso de Coca-Cola para tragarse la emoción. Vamos para la plaza de las rosas, dijo Rocío, que se abrieron los pimpollos, no sabés lo lindas que están las flores. El perro las acompañó y también un resto de Coca-Cola en la botella. Ya era casi de noche. Todas las calles del centro de Sanagasta estaban asfaltadas e iluminadas. A través de las ventanas de algunas casas se podía ver a la gente reunida, sobre todo mujeres, rezando el rosario. A Florencia le daban un poco de miedo esas reuniones cuando había velas encendidas y el resplandor titilante iluminaba las caras y los ojos cerrados. Parecía un funeral. En su familia nadie rezaba. En eso eran muy raros. Rocío se sentó en uno de los bancos y dijo: Por fin, Flor, ahora te puedo contar, allá en el quiosco no daba, a ver si nos escuchaban. Me tenés que ayudar en una cosa. En qué. No, primero decime que me vas a ayudar, prometeme. Bueno. Ahora te puedo mostrar, entonces. Rocío abrió la mochila que había cargado todo el camino hasta la plaza y le mostró el contenido, que, bajo la luz del farol, hizo saltar a Florencia: le pareció que esa carne era un animal muerto, un pedazo de cuerpo humano, algo macabro. Pero no: eran chorizos. Para aliviarse y para que Rocío no se riera de su momento de pánico, dijo: ¿Qué querés, que te ayude a hacer un asado? No, boluda, es para hacerla cagar a la Elena. Entonces Rocío explicó su plan y en sus ojos se notaba que odiaba a Elena. Sabía, se le notaba, que era novia de su papá. Sabía que habían discutido por el tema de la escuela de policía, pero el verdadero problema era otro. Aunque no lo admitía. Solamente era obvio por cómo hablaba de ella, porque le temblaba la voz de alegría cuando se la imaginaba humillada. Era obvio que quería castigar a Elena y defender a su mamá. Florencia hizo fuerza con la mente, le habían dicho una vez que, si deseaba algo de verdad, podía lograr que sucediera y ella quería que Rocío confiara en ella, que se confesara. Si lo hacía, serían inseparables. Pero Rocío no lo hizo y a Florencia sólo le quedó aceptar reunirse con ella, después de cenar, en la parte de atrás de la Hostería, con una linterna. ***** Se podía entrar en el parque por la zona donde estaba la pileta, esa parte estaba siempre abierta. En Sanagasta nadie cerraba las puertas que daban a la calle, además. La Hostería estaba fuera de temporada, así que el edificio que quedaba en medio del parque sí estaba cerrado. Solamente se usaba el edificio de adelante, de oficinas, que daba a la calle; la separación era el casino, ubicado en el
medio, también cerrado salvo que alguien lo alquilara para un evento especial. La forma de la Hostería era extraña y, en efecto, se parecía muchísimo a un cuartel. Florencia y Rocío entraron descalzas para no hacer ruido. Tenían llaves del edificio central porque el papá de Rocío se había quedado con un juego de la puerta de atrás y una copia de la llave maestra de las habitaciones. Seguramente pensaba devolverlas y en el furor de la pelea se había olvidado, pensaba Rocío. Pero, en cuanto las vio, tuvo la idea: entrar en la Hostería por la noche, cuando la encargada dormía en una habitación del edificio de adelante, en las oficinas, bien lejos. Entrar en varias habitaciones, hacer un agujero en los colchones —que eran de gomaespuma: para tajearlos ni siquiera necesitaba un buen cuchillo—, meterles adentro un chorizo y volver a hacer la cama. En un par de meses, el olor a carne en descomposición iba a resultar insoportable y, con suerte, tardarían mucho en encontrar el origen de la peste. A Florencia la sorprendió la maldad del plan y Rocío le dijo que había visto el método en una película. No bien abrieron la puerta, apareció el Negro, uno de los perros de la Hostería, el más guardián. Pero el Negro conocía a Rocío y le lamió la mano. Para tranquilizarlo todavía más, ella le dio uno de los chorizos y el Negro se fue a comerlo cerca de un cactus. Entraron sin problemas. El pasillo estaba muy oscuro y, cuando Florencia encendió la linterna, sintió un miedo bestial. Estaba segura de que iba a iluminar una cara blanca que correría hacia ellas o que la luz dejaría ver los pies de un hombre escondiéndose en un rincón. Pero no había nada. Nada más que las puertas de las habitaciones, algunas sillas, el cartel que indicaba los baños, la salita de internet con la computadora apagada y algunas fotos enmarcadas de las Chayas de años anteriores —la Hostería siempre se llenaba en la Chaya y se organizaban festivales chayeros en el parque. Rocío le hizo señas para que se apurara. Estaba muy linda en la oscuridad, pensó Florencia, con el pelo atado en una cola de caballo y un pulóver oscuro, porque de noche en Sanagasta siempre hacía frío. En el silencio del edificio vacío podía escuchar su respiración agitada. Estoy re nerviosa, le susurró Rocío al oído y se llevó la mano de Florencia que no cargaba la linterna al pecho. Sentí cómo me late el corazón. Florencia dejó que Rocío apretara su mano contra esa tibieza y sintió una sensación extraña, ganas de hacer pis, un hormigueo en la panza. Rocío le soltó la mano y se metió en una de las habitaciones, pero la sensación se quedó ahí y Florencia tuvo que agarrar la linterna con las dos manos porque la luz temblaba. Tajear el colchón con el cuchillo de cocina que traían resultó fácil, tal como Rocío había vaticinado. Tampoco costó introducir un chorizo en el agujero. De costado, la abertura del cuchillo se notaba, pero, cuando entre las dos pusieron las sábanas otra vez, el truco resultaba perfecto. Nadie podría darse cuenta de que el colchón ocultaba carne; por lo menos, no enseguida. Lo hicieron en dos habitaciones más y Florencia, que empezaba a tener miedo, dijo por qué no nos vamos, ya está. No, tengo seis chorizos más, dale, dijo Rocío, y Florencia tuvo que seguirla. Se metieron en una habitación que daba a la calle, tenían que tener mucho cuidado de que no se viera desde afuera la luz de la linterna porque la persiana que daba al exterior no estaba bien cerrada, si hasta entraba un poco de la iluminación de los faroles. A esa hora no andaba nadie por Sanagasta, pero nunca se sabía. ¿Si alguien se pensaba que había ladrones en la Hostería y les disparaban? Todo podía ser. Lograron hacer el tajo, meter el chorizo y armar la cama sin problemas. Ay, estoy cansada, dijo Rocío, tirémonos un rato.
Sos loca vos. No pasa nada, dale, descansemos. Pero, cuando iban a acostarse sobre la cama matrimonial recién hecha, desde afuera llegó un ruido que las obligó a agacharse, asustadas. Fue repentino e imposible: el ruido del motor de un auto o de una camioneta, a un volumen tan alto que no podía ser real, tenía que ser una grabación. Y después otro motor más y entonces alguien empezó a golpear con algo metálico las persianas y las dos se abrazaron en la oscuridad gritando porque a los motores y los golpes en la ventana se les agregaron corridas de muchos pies alrededor de la hostería y gritos de hombres; y los hombres que corrían ahora golpeaban todas las ventanas y las persianas e iluminaban con los faroles del camión o camioneta o auto la habitación donde ellas estaban, por entre las rendijas de la persiana podían ver los faroles, el coche estaba subido al jardín y los pies seguían corriendo y las manos golpeando y algo metálico también golpeaba y se escuchaban gritos de hombre, muchos gritos de hombre, alguno decía “vamos, vamos”, se escuchó un vidrio roto y más gritos. Florencia sintió cómo se hacía pis y no pudo contenerse, no pudo y tampoco podía seguir gritando porque el miedo no la dejaba respirar. Los faroles del auto se apagaron y la puerta de la habitación se abrió de par en par. Las chicas intentaron levantarse, pero temblaban demasiado. Florencia creyó que se iba a desmayar. Escondió la cara en el hombro de Rocío y la abrazó hasta lastimarla. Habían entrado dos personas. Una encendió la luz y las chicas reconocieron apenas a Elena, la dueña de la Hostería, y a la empleada que cuidaba la Hostería a la noche. Qué hacen acá, dijo Elena cuando las reconoció, y la empleada bajó la pistola que tenía en la mano. Enojada, Elena las levantó de los hombros, pero se dio cuenta de que las chicas estaban demasiado asustadas: las había escuchado gritar como si las estuvieran matando. Sus propios gritos las delataron. Las chicas no le tenían miedo a ella: algo más había pasado, pero Elena no se explicaba qué y, cuando quiso interrogarlas, ellas lloraban o le preguntaban si eso había sido la alarma de la Hostería, qué había sido ese ruido y los tipos que golpeaban. Qué alarma, dijo Elena varias veces, de qué tipos hablan, pero las chicas no parecían entender. Una de las dos, la hija del abogado candidato a concejal, se había hecho pis encima. La hija de Mario tenía una mochila llena de chorizos. Qué era todo eso, por Dios. Por qué habían gritado así y durante tanto tiempo: Telma, la empleada, decía que las había escuchado llorando y aullando unos cinco minutos. Fue la hija de Mario la que habló primero y con más tranquilidad: les dijo que habían escuchado autos, habían visto faroles, les habló otra vez de corridas y golpes en las ventanas. Elena se enojó. La pendeja le mentía, le inventaba esa historia de fantasmas para arruinarle la Hostería como había querido arruinársela Mario; la traicionaba como Mario, seguramente por orden de Mario. No quiso escuchar más. Llamó por teléfono a la mujer del abogado y a Mario, les contó que había encontrado a las chicas en la Hostería y les pidió que las vinieran a buscar. Esta vez no llamo a la policía, les dijo, pero, si hay una próxima, van a pasar la noche en la comisaría. Rocío y Florencia se separaron de su abrazo a los tirones cuando vinieron a buscarlas. Mañana te llamo, se dijeron; fue todo cierto, nos puso una alarma, no, no era una alarma, se decían cosas al oído y no escuchaban el enojo de sus padres, que exigían explicaciones, explicaciones que no iban a recibir esa noche. La mamá de Florencia le cambió los pantalones meados a su hija en silencio, con cara de preocupada. Mañana me contás todo, dijo, y le costaba seguir fingiendo enojo: se la notaba un poco
asustada. Ah, y no la ves más a tu amiga, eh. Hasta que tu padre diga que volvemos a La Rioja, te quedás en casa todo el tiempo. Castigada y sin protestar. Pendejas de mierda, a mí quién me mandó esta desgracia, se puede saber. Florencia se subió la frazada hasta casi taparse la cara y decidió que nunca más iba a apagar el velador. No le preocupaba la amenaza de no ver a Rocío: tenía el celular con mucho crédito y sabía que, eventualmente, su mamá iba a aflojar. Ahora le preocupaba mucho más dormir. Tenía miedo de los hombres que corrían, del auto, de los faros. ¿Quiénes eran, adónde se habían ido? ¿Y si venían a buscarla otra vez, otro día? ¿Y si la seguían hasta La Rioja? La puerta de su habitación estaba entreabierta y empezó a transpirar cuando vio que alguien se movía en el pasillo, pero era solamente su hermana. Qué pasó. Nada, dejame. Te measte. Algo pasó. Dejame. Lali frunció la boca y después le sonrió. Ya vas a contar, no te va a quedar otra, una semana encerrada conmigo en esta casa de mierda. Olvidate de tu amiguita. Andate a la mierda. Andate a la mierda vos. Y te conviene contarme porque si no… Si no qué. Si no, le cuento a mamá que sos tortita. Todo el mundo se da cuenta menos ella, boluda. Te agarraron a los chupones con tu amiga, ¿no? Lali se rió, señaló a Florencia con el dedo y cerró la puerta.

Sesión 4

Título del cuento: «Confieso que he dormido» (2023)

Autor:  Mauro Libertella (Ciudad de México, 1983), escritor criado en Argentina. 

Día de encuentro: 27 de abril

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México)

Sobre el autor: https://accion.coop/cultura/cuento/confieso-que-he-dormido/ 

Mauro Libertella Club de lectura para estudiantes de español como lengua extranjera

Confieso que he dormido

Hace muchos años me preguntaron qué me irritaba, qué cosas me ponían de mal humor, y no vacilé. Que la temperatura supere los 25 grados y dormir menos de ocho horas, contesté. Es una fórmula matemática que define mi organismo, y quizás aprender a detectar que esos y no otros son los parámetros que me constituyen como sujeto biológico sea la obra de mi vida, si se me permite el arrebato épico.
Envidio a la gente que puede dormir cinco horas por día y no morir en el intento. Para mí son como superhéroes, nacieron con un poder extraordinario y no lo saben. No hay una palabra en el diccionario para designar a estas personas, y supongo que finalmente se parecen a los atérmicos, a los que no necesitan comer más que porciones mínimas o a los que nunca se enferman. Un cuerpo sin demandas, sin crujidos.
Pero, pensándolo un poco mejor, creo que no, que en realidad no los envidio. ¿Por qué querría poder dormir menos si lo que me da placer –un placer a veces escandaloso, casi obsceno– es, precisamente, sumergirme en las aguas negras del apagón onírico? Hay quienes consideran que dormir es perder el tiempo. Ya voy a dormir cuando esté muerto, dicen, como si dormir y morir fueran lo mismo. Tengo una noticia, queridos amigos: no hay nada más vivo y más salvaje que los sueños y sus ramalazos de locura y sus tramas inverosímiles y sus furores eróticos y desesperados. Los que están en contra de dormir le asignan a la vigilia un carácter fabuloso que no siempre tiene. ¿Tanto los apasiona la vida? ¿Tantas ganas tienen de estar despiertos haciendo cosas? Es posible que anide en ellos una ansiedad mal diagnosticada, una tendencia maníaca que no pueden detener. Tal vez a los que no quieren dormir no haya que discutirles y sea mejor darles un abrazo, cantarles una tierna canción de cuna y decirles que todo va a estar bien, todo va a estar bien. 
Confieso que he dormido. No sé cuándo empezó esta inclinación, pero recuerdo que en mi adolescencia ya me dormía en todos lados, incluso en los lugares más improbables. He dormido con la espalda apoyada en el parlante de una discoteca, bajo la rotación lunática de las luces estroboscópicas. He dormido en las gradas del sector popular del Estadio de Obras, durante un recital de Divididos, una de las bandas más ruidosas a las que fui a ver (fue una siesta corta, pero es uno de mis grandes orgullos). He dormido de pie en un colectivo, todo el cuerpo apoyado sobre un angosto caño vertical. He dormido –solo una vez– manejando un auto: estoy vivo de milagro. He dormido por supuesto en cines y en el teatro y alguna vez en el banco de un museo.
Hay artistas que han decidido dormir más de lo recomendable y otros que probaron no dormir nunca, con la intención de empujar al cuerpo a una experiencia límite. «Viviendo con Fito Páez estuve cuatro días sin dormir y sentía que me elevaba», dijo alguna vez Fabiana Cantilo. Charly García buscaba deliberadamente ese estado de rara flotación: llegó a los cuatro días despierto y dice que el efecto fue más poderoso que un ácido lisérgico. En enero de 1964, dos amigos norteamericanos buscaron ingresar al Libro Guiness de los récords y rayaron la increíble marca de 11 días y 25 minutos despiertos. El experimento se realizó en la casa de los padres de uno de ellos, en San Diego. A lo largo de los días la noticia se esparció por la ciudad y aparecieron chismosos, periodistas y cientistas del sueño en busca de la piedra filosofal. Lo que podría haber sido un hito para la recolección de datos científicos, terminó arrojando un modesto pero interesante veredicto: «Con los días sin dormir empezamos a notar cambios –dijo un testigo presencial–: sus habilidades cognitivas e incluso sensoriales empezaron a verse afectadas, pero su destreza para jugar al básquet mejoró».
En el imaginario popular y en la historia de la medicina, no dormir está asociado sobre todo a los trastornos anímicos y al padecimiento. El insomnio es la manifestación más dramática de esa imposibilidad. Hay una gran tradición de insomnes, y todos lo viven como una tortura de la que, sin embargo, han salido algunos buenos testimonios. La escritora inglesa Marina Benjamin escribió en Insomnio que «hubo noches en las que tuve la certeza de que mi casa estaba viva, como si sus paredes tuvieran un millón de ojos y el tejido de su estructura se estuviera expandiendo y contrayendo a mi alrededor, inhalándome y exhalándome».
La paternidad fue mi propio experimento con el déficit de sueño. Como sucede siempre en los meses previos al nacimiento de mi primera hija, amigos y enemigos repetían una advertencia: no vas a dormir más. Era una amenaza, lo peor que me podían augurar, pero la alegría de lo que estaba por venir le quitaba densidad a ese pronóstico terrible. Mi hija nació un 24 de mayo a las seis y pico de la madrugada, de modo que esa noche no dormimos. Los presagios ya se estaban cumpliendo. Luego vendrían los largos meses de despertarse cada una, dos o tres horas, pero también vendría ese momento prodigioso, que ningún padre te anticipa, en el que la criatura empieza a dormir toda la noche en su cama y el problema se terminó. A veces le hago un chiste: en una conversación casual le digo a mi hija que todavía no me recuperé de esa primera noche en vela y que necesito ir a dormir una siesta para reponerme. Por lo demás, habría que llevar a juicio al que instaló socialmente la idea de que «dormir como un bebé» es dormir de corrido, profundamente. 
Cuando nació Pedro, mi segundo hijo, el precario sistema de sueño que había podido erigir volvió a colapsar. Ya no tenía dónde dormir en paz, así que volví a hacerlo en cualquier lado. El auto se convirtió en mi mayor refugio. Diez, quince minutos libres, y estacionaba bajo un árbol, reclinaba el asiento hacia atrás, en la noble tradición del taxista, y me apagaba por unos instantes. En momentos de máxima desesperación he intentado dormir en el trabajo. Una tarde se me cerraban los ojos y recorrí los pasillos del edificio buscando un resquicio donde echarme. Es un lugar enorme, en el que antes trabajaban cientos de personas y ahora quedan algunas decenas, de modo que está lleno de espacios vacíos, de rincones abandonados. En ese reconocimiento del terreno encontré un sillón desvencijado. El sillón parecía esperarme, me hablaba en silencio, demandaba mi cariño. Fue amor a primera vista. Me senté y apoyé suavemente la cabeza en uno de sus laterales. Zas: a los dos minutos estaba dormido. Mi primera siesta en el trabajo, primera de muchas.
Creo que la batalla de sentido ya está ganada. Sin embargo, como último argumento a favor de dormir, me gusta recordar que Paul McCartney soñó «Yesterday» completa, con todos sus acordes y su letra. No es la canción preferida de nadie, lo concedo, pero es el tema más transmitido en cien años de la radio mundial.
Hay más casos así, pero nos estamos quedando sin tiempo, como dicen en la televisión. Y como decían también en un programa de mi adolescencia, que terminaba hacia la medianoche: Atorrantes, a torrar, hasta mañana, chau chau. 

Sesión 5

Título del cuento: «La jaula de los esperpentos» (2016) 

Autora: Diana Varas (Guayaquil, Ecuador, 1984)

Día de encuentro: 25 de mayo

Hora: 10:00 (hora de Ciudad de México)

Sobre la autora: https://dianavaras.wordpress.com/

Diana Varas Club de lectura para estudiantes de español como lengua extranjera

La jaula de los esperpentos

Aparecer viva y sin ninguna pinta de sangre en la primera plana del diario amarillista más famoso del país, te asegura la fama de por vida.

–          ¡La matagallinas fue enjaulada! ¡La matagallinas fue enjaulada!- voceaban todos los vendedores de periódico a primera hora de ese día.

Me hice pasar por la Gallareta, la asesina más buscada de gallinas y ya tengo una semana en cana.  Averigüé todo su récord policial para representar bien su papel: 37 años. Esquizofrénica. Alzheimer. 176 gallinas robadas.  41 colgadas en el umbral de varias casas. 621 mutiladas. 6 cabezas encontradas en las loncheras de los niños de una guardería. 11 patas pegadas debajo de las bancas de la Catedral. Se sospecha que fue la causante de la aparición repentina de 34 gallinas teñidas de azul y amarillo en el centro regenerado del pueblo. Unos dicen que estaba haciendo campaña política. Otros, que era cocinera y vendía caldo a un dólar. De seguro ella me había visto en la nota.

Yo era su fan número uno.  Hice un criadero de gallinas en el patio trasero de mi casa para poner en práctica mis ideas. Mis primeras acciones consistían en suturar dos gallinas por su carúncula. Las dormía primero, para que los vecinos no sospecharan. Utilizaba plantas de valeriana, las mezclaba con agua y Lexotan. Se las daba con jeringa después de hacerles cariñitos para que no hagan ruido.

La gente ni se imagina que la Gallareta no es responsable de todo lo que se le acusa. Yo construí más de la mitad de su historial policiaco e hice cosas que los pacos nunca registraron. Las acciones que realizábamos individualmente en la ciudad se convirtieron en nuestro vínculo. Nunca nos habíamos visto físicamente, ni conversado. Sabíamos que éramos mujeres y que esta obsesión a la cual nos entregábamos, -mágicamente- nos obligaba a pertenecernos.

Un día antes de entregarme, suspendí una importante suturación entre gallinas. Siempre me llamó la atención una de ellas. Nunca se integraba con las demás y la distinguía por su ojo anaranjado. Ese día me miró raro. Su cabeza estaba de lado, paralizada, como si estuviera observando un gusano que se escapa lento, sin conciencia de la muerte. Fue inevitable. Pensé que la Gallareta había tomado la forma de ese animal y esperaba algún despiste para atacarme.

Siempre imaginé cómo era su aspecto y nunca pude determinar una sola forma: una mujer con alas, enana con plumas, hermafrodita con pico y cresta. Sabía que no era humana o que, por lo menos, eso era lo que ella creía. 

Suturar se volvió un vicio. Empecé a adicionar partes mutiladas de gallinas a mi propio cuerpo. Las disecaba antes, utilizaba formol, cristales… Mi casa parecía el aviario de un experimentador obseso. Tenía frascos llenos de formol que contenían partes amputadas del cuerpo de esos animales.  Las momificaba, me momificaba, me travestía con ellas.

Llegué a tener 45 patas pegadas a mi cuerpo y una cabeza de gallina en cada hombro. Me había convertido en una siamesa trilliza, un cuerpo tripartito, divino, fanático de la mutilación y los esperpentos.  Mi cuerpo era mi propio traje.

Cuando llegué a la cárcel, se alarmaron tanto que llamaron al cura del pueblo para que me sacara los demonios; el cura llamó a un psiquiatra; el psiquiatra a un doctor; el doctor, a un abogado; y el abogado, a una vidente. Me quitaron todo. Ahora solo tengo cicatrices, picoteos de aves, mordisqueos de moscas, cenizas de un ave fénix que no resucitó por ser desperdigada, amputada.

Me tiraron agua bendita.  Hicieron que dibujara y dijera qué imágenes veía en unos garabatos: gallinas, gallinas, decía yo.  El doctor me quitó las patas, las cabezas y me regaló un frasco de alcohol. El abogado trataba de encontrar una razón lógica, y la vidente continuó visitándome de vez en cuando para hacerme baños contra el mal de ojo.

El tiempo de visita había terminado hace unas horas y sentía que alguien estaba dentro de mi celda. Escuché susurros ininteligibles debajo de mi cama. Cada vez se hacían más fuertes, eran carcajadas demoníacas de cigueñas-arpías, de esas que llevan el insomnio en el pico, como acostumbran, para aventarlo a mis párpados. Ya no eran murmullos, eran gritos. Tenía miedo. Empecé a morerme y a golpearme la cabeza una y otra vez contra la pared, hasta que el sonido más intenso se estranguló en el aire, como el recuerdo del gruñido de un cerdo que acaba de morir.

Una gallina blanca salió disparada por debajo de mi cama. Movía sus alas con apuro. Me miraba, pero no tenía ojos. Cualquiera hubiera creído que alguien le dio un patazo debajo del colchón. Estaba alocada, ansiosa… hasta que me vio. Se detuvo mientras yo seguía golpeando mi cabeza contra la pared.  Me dio la ligera impresión de que su cuerpo crecía poco a poco, mientras se acercaba tímidamente. Quedé hipnotizada con la hondonada de sus ojos, pude sentir que me introducía en su cuerpo.  La Gallareta estaba aquí, conmigo.

Quería acariciarla, pero yo no tenía brazos. Se habían instalado en su cuerpo en lugar de sus alas. Empezó a picotearme, yo era su lienzo experimental donde la bebida era la sangre. Picoteaba mis cicatrices para abrirlas de nuevo, rememorándome la misión impuesta por el destino de los mutilados. De las heridas brotaron plumas blancas y dos alas en lugar de mis brazos.

Veo a mi propio cuerpo frente a mí, descansando en un lago de sangre que brota desde mi cabeza, sin insomnio. La Gallareta me toma de las alas con su mano y salimos por la pared. 

Mi cuerpo ya no me limita.